Sigo detrás de ella, no puedo
dejar de mirarla, tampoco puedo dejar de pensar en lo que acaba de suceder. <<¿Quién sabe lo que
puede pasarte? La vida te brinda unas sorpresas a veces>>… recapacito. Su
falda negra y ceñida por encima de las rodillas, dibuja una silueta perfecta,
al menos, perfecta para mí. Y esa chaqueta americana gris oscuro, le da un
toque de elegancia que va acorde con su aroma. <<Qué piernas>> pienso, sin dejar
de observarla mientras sube la escalera, algo alejada, delante de mí. Termina
la escalinata, llego al llano de arriba, ella se aleja, la gente se pone
delante y no la veo, una chica de pelo rosa que se había cruzado delante de mí
impidiendo que la viera se aparta, la vuelvo a ver, está pasando la tarjeta.
Saco de mi bolsillo una de mis tres piedras de la suerte y grito:
—¡Sara!
Se gira sonriente
desde el otro lado de las barreras de seguridad.
—Sabía que me
dirías algo más, —contesta en tono alto, para que la oiga bien.
—¡Toma! —Le digo
lanzándole la piedra, la agarra demostrando extrema agilidad.
—¿Qué es esto?
—Es una de mis
piedras de la suerte, siempre las llevo conmigo, —respondo mientras paso mi
tarjeta y las barreras se abren—. Siempre que tengo pensamientos negativos, las
toco y recuerdo que tengo que sacar esa negatividad, —concluyo mientras llego
donde está ella que, continua observando el pequeño regalo que le acabo de
hacer. Llego y la acompaño en la observación de la roca; es una china redonda,
amarillenta, con una capa de esmalte brillante y rayas azules que se expanden
por toda su superficie—. Las compré en un mercadillo, en Italia. El japonés que
las vendía me dijo que empleara esa técnica cada vez que me sintiera mal, —le
digo—. Quiero que la guardes para tu viaje, así te acuerdas de mí. Te dará
suerte.
—Vaya, eres un
chico supersticioso, ¿eh?
—Yo no lo llamaría
así. Yo lo llamaría… creyente en fuerzas desconocidas que escapan a nuestro
entendimiento, —le explico, sonriendo, con otra de las piedras en mi mano,
alzándola en el aire.
—Bueno, sí. Podría
ser una forma de llamarlo, —contesta, mirando el reloj, momento que aprovecho
para espiar el canalillo que asoma a través de la abertura que lleva su camisa
beis.
Se intuyen unos
senos que me hacen imaginar cosas más allá de lo que me hace sentir. La puedo
imaginar en sus momentos más ardientes, su voz me saca de esos pensamientos
veloces y distraídos.
—Debo irme, Valentín. Me encantaría quedarme
aquí un rato más, pero no puedo.
—Claro, yo también
tengo que irme.
Miro alrededor, no
hay nadie más, sólo el guardia de seguridad, nos hemos quedado solos. Le cierro
la mano entorno a la piedra que le he obsequiado, sin soltarla le beso la
mejilla lentamente mientras ella cede dando un empujón con su cara en la mía y
nos frotamos suavemente los rostros. Se separa como quién se marcha a la fuerza
y sabiendo que, si nos quedásemos un poco más, no se sabe lo que podría suceder.
—Venga, hasta la
vista, Valentín, seductor, —dice, comenzando a andar.
—¿Seductor? Tú sí
eres seductora, la diferencia es que no tienes que hacer nada para serlo.
—Tú tampoco, no te
equivoques, guapo.
—Bueno, si tú lo
dices. Pronto sabrás de mí, —le digo mientras veo cómo se va alejando. Comienzo
a andar, es el inicio de la escalera que da a la calle, ella la sube y yo
detrás, a escasos metros.
—Pásalo bien en tu
viaje, belleza, —le comento en tono alto.
—Tú pásalo bien en
todo lo que hagas, —replica, alegre.
El final de las
escaleras llega y nuestros caminos se separan; de momento.
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José Lorente.
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