—¿Quién eres tú?
—Végano.
—¿Qué haces
aquí?
—He venido a matarte.
—¿A mí?
—Sí, a ti.
—¿Por qué?
—No lo sé, sólo sé que
debo terminar con tu vida.
—¿Quién te manda?
—No es asunto tuyo.
—Sí, sí lo
es. Se trata de mi vida y mi muerte.
—Me envía la
muerte en sí.
—¿Esa de la guadaña?
—Sí, esa misma.
—Está enferma.
—¿Enferma? ¿De qué? No te creo.
—Tiene fiebre. Ayer estuvo expuesta a bajas temperaturas.
—¿Dónde?
—En el cielo, ¿dónde
va a ser?
—¿Y por qué no
bajó al infierno si sabe que en el cielo coge frío?
—Porque en el infierno no puede entrar.
—¿No? ¿Por qué?
—Porque yo no le dejo.
—¿Tú? Si sólo
eres un mandado.
—Sí, pero vivo en el infierno.
—¿Entonces mi muerte será cruel y estoy destinado al infierno?
—Sí.
—¿Y por qué no lo
has dicho antes?
—No es asunto tuyo.
—Sí lo es… se trata del nuevo sitio donde voy a vivir. Al menos
tendré que saber en qué
condiciones.
—Allí no
hay condiciones.
—Siempre hay condiciones, en todas partes.
—Sólo una.
—¿Cuál?
—Morir.
—¿Y por qué no lo
has hecho ya?
—Porque has preguntado.
—Sí, pero podrías haberme matado sin dejar
que preguntase tanto. ¿Te sientes solo?
—No.
—¿Pues?
—No es asunto tuyo.
—Y vuelta con el asunto…
—Es que no es tu asunto.
—¿Cómo no?
—No.
—Sí.
—No.
—Sí, y punto.
—No, y seguido.
—Ah, ¿entonces no quieres matarme ya?
—Sí, claro que quiero.
—No… como
dices que «seguido». Eso
quiere decir que seguimos hablando, yo te había
dado la opción de matarme ya, dándote
un «y
punto».
—¿Y por qué ibas
a querer morir?
—No quiero morir, simplemente acepto mi destino. Has
venido a matarme, ¿no? Entonces, ¿qué puedo hacer? ¿Lloro?
—Es cierto, no puedes hacer nada, morirás
igualmente.
—¿Ves? ¿Para qué discutes?
—Eres tú el
que discute.
—¿Yo? Si voy a morir, ¿para
qué iba a querer discutir? ¿De qué serviría?
—Es cierto, de nada.
—Te contradices tú mismo.
—¿Yo? ¿Por qué?
—¿Ahora eres tú
el
que pregunta? ¿No habías
venido a matarme?
—Sí.
—¿Entonces?
—Me siento solo.
—¿Ahora sí? ¿Antes no? ¿En qué quedamos? Te contradices.
—No.
—Sí.
—No.
—Sí, y punto.
—¿Entonces te mato ya?
—¿Por qué me lo
preguntas?
—Porque has dicho «y punto».
—Ya, pero no he dicho «mátame».
—¿A qué juegas?
—¿A qué juegas
tú, que
has venido a matarme y no me matas?
—Has dicho «y punto», no
que te mate.
—¿Y eso qué tiene
que ver?
—No es lo mismo decir «y punto» que decir «mátame». Estás tergiversando las cosas.
—El tergiversador eres tú;
primero dices que no te sientes solo y luego
que sí. ¡Aclárate!
Estoy empezando a cansarme de este juego.
—No es un juego, he venido a matarte.
—¿Y a qué esperas?
—¿Entonces ya?
—No sé,
eres tú el que me ha de matar. Supongo que tendrás una
hora límite,
¿no?
—No.
—Ah, entonces, ¿puedo vivir cuanto quiera?
—No, tienes que morir hoy.
—Luego dices que no tergiversas y no te contradices.
—Yo no hago eso.
—¡¿Broma?!
—No.
—Pues no lo parece. A ver si terminas muriendo tú.
—¿Yo?
—Sí, tú. No veo a
nadie más por
aquí.
—¡Claro! Qué
estúpido soy.
—Te creo.
—¿Te estás burlando de mí?
—No, has sido tú
mismo
el que te has llamado estúpido a ti mismo.
—Es verdad, disculpa.
—¡Vaya asesinos envía la muerte!
—¿Qué, qué?
—No, no digo nada…
—Sí, has dicho
«vaya
asesinos», te referías a mí.
—Si te has dado por aludido no es mi problema.
—Sí, sí es tu
problema.
—¿Ahora sí es mi
problema? ¿No dijiste que no era asunto mío?
—Sí, pero esto sí.
—No veo más asuntos que el de que me tienes que matar, y ese
dijiste que no era asunto mío.
—No tergiverses.
—¡Y vuelta! ¡Mátame
ya!
—¿Ya, en serio?
—¿Tengo cara de estar bromeando?
—No.
—¿Pues?
—De acuerdo. ¿Preparado?
—Sí.
—Vale. Te mato, ¿eh?
—Te echaré de menos.
—Yo a ti también.
—¿A qué esperas?
—¡No puedo hacerlo!
—¡Vaya asesinos envía la muerte!
—¿Otra vez? Conseguirás que
quiera matarte.
—Debes hacerlo de todos modos, ¿no?
—Sí.
—Pues venga, no tengo todo el día.
—Vale. Pero luego no te quejes.
—¿Cómo voy a quejarme si estaré muerto?
—Es verdad, ¡muere!
No hay comentarios:
Publicar un comentario