Moisés y Robert,
amigos de varios años, viajaron a una isla paradisiaca con motivo de una
celebración pendiente que tenían, por haber podido acceder al trabajo por el
que suspiraban los dos. Se trasladaron sin demasiado equipaje, sólo una mochila
cada uno, donde llevaban: una toalla, una muda de ropa, cepillo y pasta de
dientes, la cartera llena de tarjetas de crédito, dinero y documentación,
teléfono móvil y algunas cosas más de menor importancia. La estancia iba a ser
corta y ellos habían ido para disfrutar de una aventura sin planear, pensaban
en emborracharse y divertirse sin censura. Los planes no programados,
comenzaron a torcerse cuando perdieron el primer embarque en puerto, por llegar
(gracias a un inesperado atasco de tráfico) a diez minutos de zarpar el buque.
Querían hacer ese viaje a toda costa y compraron nuevos billetes para esa
tarde.
Una vez en el navío, todo comenzó a
fluir de manera muy natural y espontánea. Se sentaron en el bar a tomar cerveza
y unos bocadillos. La primera ronda de cervezas las pagó Moisés; extrajo de su
bolsillo trasero del pantalón, unas monedas con las que pagar. Al sacar la
calderilla, la tela interna del bolsillo se mezcló con sus dedos y un céntimo
cayó al suelo. Moisés se dio cuenta de que esa insignificante y poco valorada
pieza metálica, rodó por el suelo entre sus pies; no le dio la más mínima
importancia y dejó la pequeña monedilla a su suerte en el
suelo.
suelo.
Pasó un rato, el alcohol de tres
cervezas comenzaba a hacer mella en el organismo de los dos amigos. Todo eran
risas y jolgorio, aunque en las mareadas mentes de Moisés y Robert, todavía
rondaba el hecho de haber perdido los primeros billetes y haber tenido que
gastar más del doble, para poder hacer la travesía. Robert, que era el más
guasón de los dos, miró hacia el suelo en un momento dado diciendo:
—¡Anda! Mira, Moisés. Un céntimo. ¡El
céntimo de la suerte! A partir de ahora, lo llevaremos a todas partes en este
viaje, será nuestro talismán, —y dejó el escurridizo céntimo en la barra, en
medio de las dos cervezas.
—Robert, no seas ridículo. Ese céntimo
se me acaba de caer a mí y lo he dejado ahí a propósito. ¿Para qué vale eso?
¡Tíralo! —Dijo Moisés entre risas.
—No lo voy a tirar, Moisés. Hazme caso,
esta moneda nos traerá suerte. Llevémosla. ¿Qué más da?
—Sí, bueno. Supongo que da igual. Está
bien, la nombramos moneda de la suerte en esta aventura.
—Que así sea entonces.
Brindaron en honor al pequeño cobre
redondo y en honor a la vida en sí.
Todas las mesas del bar estaban ocupadas
y ellos querían sentarse en una. Nada más levantarse los primeros que disponían
irse, Robert y Moisés ocuparon una de las mesas acompañados por sus entonces,
inseparables cervezas. Terminaron esas birras y Robert volvió a la barra a
pedir otras dos.
—Moisés, —dijo Robert desde la barra para
llamar la atención de éste, con el brazo en alto, enseñándole el céntimo que
habían dejado olvidado en la barra por culpa del mareo provocado por el
alcohol.
Moisés hizo un gesto de aprobación con
la mano y sacó una gran sonrisa cómplice, luego hizo un gesto con la cabeza,
como queriendo decir, que iban bastante afectados y que vaya cabeza tenían los
dos. Robert regresó con las dos cervezas y el céntimo, dejando todo encima de
la mesa.
Llegaron a la isla y todo seguía siendo
pitorreo y felicidad. Su diversión se centraba, en una de las playas de la isla
donde sonaba música a todas horas. Sabían dónde estaban y Moisés, que de los
dos era el más precavido, guardó su iPhone 5 en el bolsillo, repartido entre
los demás bolsillos también guardó los billetes de vuelta del barco, la tarjeta
de crédito, el DNI y algo de dinero suelto, lo demás en la mochila y ésta, a la
espalda. Robert no hizo caso de la advertencia de su amigo y dejó todas sus
pertenencias en su mochila.
Llevaban unas horas en la playa; había
anochecido. Iban borrachos como cubas y Robert se alejó un tanto, descuidando
su bolsa mientras caminaba quitándose la camiseta, para esconderse a orinar
entre las sombrillas. Al volver, un minuto más tarde, su mochila ya no estaba;
se la habían robado con su iPhone 5 y todas las demás pertenencias, todo;
tarjetas, identificaciones, etcétera. El pánico comenzó a apoderarse de Robert,
que fue corriendo en busca de Moisés para pedir su ayuda y poder llamar para
cancelar todas las tarjetas y demás trámites. Ese hecho no impidió que
siguieran pasándolo bien porque los dos eran chavales con una buena filosofía
de vida y aunque les había afectado el robo, sabían que eso tendría solución
tarde o temprano. Continuaron bebiendo y bailando hasta el amanecer. No habían
reservado hotel, era una aventura de una noche loca y debían volver al día siguiente.
El sol empezó a aflorar, fueron a una de las comisarías cercanas a denunciar el
robo, luego buscaron un lugar donde poder descansar un rato antes de pasar el
día haciendo turismo.
Moisés se había estado encargando de
todos los gastos desde que ocurrió el suceso del robo. Pero eso no estaba
previsto y la tarjeta de crédito con la que estaban pagando todo se agotó. No
tenían dinero, no tenían nada; tenían un cansancio monumental, un hambre voraz
y una deshidratación bastante considerable. Robert no paraba de decir que
estaba seco y hambriento, y que, si no bebía y comía, se iba a morir con el sol
de las 15:00 de la tarde. Se puso a buscar por dentro de la mochila de Moisés,
en busca de monedas que los dos recordaban haber metido sin pensarlo demasiado.
Empezó a sacar una detrás de otra, a cuenta gotas. En total, reunieron 5, 20
euros, el agua y los dos bocadillos costaban 5,50 euros.
—¡Maldita sea! Moisés, no nos da para el
agua y los bocatas. Voy a morir si no como y bebo, voy a morir.
—Qué pena, Robert. No podemos hacer
nada. No podemos pedir a nadie. Espera, creo que en mi bolsillo llevaba alguna
moneda. —Metió la mano en uno de los bolsillos traseros de su pantalón y sacó
una moneda de 20 céntimos—. Mira, sólo nos faltan 10 céntimos, pero, nos siguen
faltando, estamos igual.
—Espera, Moisés, vaciemos la mochila, a
ver si sale algo.
Robert cogió la bolsa, la puso boca
abajo y la zarandeó, haciendo que todo cayera al suelo desparramado. Cayó ropa,
cayó la cartera vacía de Moisés y al final de todo, en los dos últimos
movimientos cayeron unas monedas; concretamente: una de 5 céntimos, dos de 2
céntimos y la última, la de 1 céntimo, que quedó rodando sola, como lo hizo en
el bar del barco. Los dos muchachos se quedaron mirando la moneda que rodaba,
atónitos y diciendo al unísono:
—¡El céntimo de la suerte!
Y así, pudieron comprar los bocadillos y
el agua tan ansiados y necesarios, para poder tener un viaje de vuelta más
tranquilo.
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