El viento le obligaba a
descender en caída vertical, hacia algún lugar desconocido. Su destino fue una
especie de piscina circular con los bordes blancos y brillantes, como esmalte,
en la que se albergaba una clase de líquido de color blanco lechoso, en el que
flotaban tres o cuatro objetos, parecidos a salvavidas, pero tres veces mayores
que él, de color amarillento y superficie rugosa. La tensión superficial de ese
fluido, era demasiado fuerte para que el peso de su escuálido cuerpo la
traspasara, tampoco era fácil emprender nado en algo tan denso y magnético; no
era agua, eso seguro. Comenzó a pelear sin descanso para escapar de aquella
prisión líquida que, lo más probable, acabaría con su
vida.
Algo gigante y metálico incidió en el estanque,
provocando que el líquido blanco comenzara a removerse bruscamente, eso provocó
que la tensión superficial atravesara y atrapara ciertas zonas de su cuerpo,
proporcionándole una horrible sensación de angustia. Se temía lo peor, se
sentía muerto. Cuando todo parecía perdido, el artilugio metálico colosal
emergió de la piscina, alojando en él, uno de los grandes flotadores y a
nuestro amigo que se encontraba extenuado y desorientado. El aparato metálico
se inclinó, el poco líquido que quedaba en él desapareció dejándolo a él y al
extraño salvavidas, pegados a su superficie debido a la fuerza conductora y
magnética que tenía el líquido. Después, un fuerte viento húmedo y caluroso,
azotó los pelos del sujeto y lo secó por completo en cuestión de segundos,
quedando liberado del peligroso líquido al fin. Miró al cielo y lo vio: —¡Oh,
Dios mío! Eso no, por favor, estoy muerto de todos modos, —pensó el individuo
presa del pánico al ver dos ojos gigantes que le miraban con atención—. Se
apresuró en batir sus alas dípteras para escapar de aquel gigante peligroso. No
le dio tiempo a terminar de secarlas, cuando la boca de las mismas dimensiones
que los ojos, se acercó liberando ese viento fétido, cálido y húmedo sobre él,
desplazándolo y dejándolo suspendido en el aire y permitiéndole mover sus alas
dominando su vuelo y notándose en libertad de nuevo.
—¿Un humano me ha salvado? ¡No puede ser! Pero,
parece que ha sido así, —pensó mientras volaba alto, sin dejar de mirar al
hombre, que le acababa de salvar de una muerte segura, atrapado en su tazón de
cereales, y que todavía tenía sus ojos puestos en él—. Estoy seguro, ha sido
así, me ha salvado; no trataré de inyectarle mi aparato bucal picador-lamedor y
no me alimentaré de su sangre, no lo merece.
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