Un
día de lluvia; incesantes gotas de vida que descienden de los cielos. Torrentes
sin control que pasean por las aceras de la ciudad. Un pajarillo posa su pico
en un charco formado como una bendición para sus cansadas alas. Caminantes sin
rumbo, cobijados en artilugios con
varillas endebles que poco pueden hacer ante el fuerte viento más que doblarse
y romperse. Un día de lluvia en que te conocí, parada en el semáforo, con un
libro de extraño título entre tus manos; unas manos húmedas y frías como las gotas
que resbalan por tu mejilla. Aquel día entendí tu dolor, vi sin saber que
venías de algún lugar que no te había abierto la esperanza sino que había
resquebrajado tu ser. La lluvia te empapaba pero no sentías nada, sólo aquel
pájaro que bebía en el charco fue capaz de llamar tu ausente atención. El
pájaro y mis palabras, claro. Unas palabras medidas sin saber por qué ni cómo.
Sin saber el fin de éstas, ni siquiera si iban a hacer mella en tu tristeza
desmedida. Y qué tristeza la tuya cuando me miraste por primera vez, con esos
ojos color claro de grandes iris, rasgados cual felina inquieta. Qué tristeza
la que mostró tu rostro al posar esos ojos sobre los míos. Pero mis palabras
tuvieron el efecto que nunca esperé y sin embargo en todo momento deseé. Fuiste tú la que, en aquel día de
lluvia, me enseñó a ser mejor persona. Me enseñaste que no todo está perdido
cuando uno cree que lo ha perdido todo. Me enseñaste tantas cosas que aun, a día de hoy, todavía no encuentro una
explicación elocuente y concluyente de por qué decidiste sonreír cuando te dediqué
mis primeras palabras. El pájaro voló tan pronto tu sonrisa iluminó el cielo gris de aquel día. Pero la lluvia
no cesó, el viento no amainó y el semáforo se puso en verde tratando de conspirar
contra mí y mi intento de desear la alegría a una desconocida que está
triste; una desconocida que lleva un libro de seres extraños en mundos ficticios. Una extraña que se
convirtió en alguien que no es posible olvidar con el paso de los años. Y el
destino quiso que te fueras y no volvieras a proponerme un café en el bar de la
esquina. No lo olvido, no consigo quitármelo de la cabeza. Pero ese mismo destino que un día nos juntó
para poco después separarnos, nos ha vuelto a juntar en un día sin lluvia, brillante, de luz
incisiva y sol radiante. De pájaros cantantes y fuentes refrescantes. En este
parque donde suelo leer las novelas que aprendí de ti; novelas de ciencia
ficción en un mundo sin freno ni desenlace. Has tocado mi hombro por detrás y
he sabido que eras tú antes de girarme. He notado tu aroma, aquel que detuvo el tiempo en el
semáforo y jamás he podido olvidar. Y sin palabras me pones aquel café que nunca tomamos en la mano y te sientas a mi lado. Mujer
de ojos tristes que hoy brillan alegres y sin cargas. Entonces me recuerdas
las palabras que te hicieron sonreír cuando tu padre acababa de ser enterrado.
«Tus
ojos hablan de tristeza. Tu gesto es pesaroso. Pero ese libro dice que hay vida
e imaginación suficientes como para poder perderse entre sus páginas cuando las
cosas no van bien».
Sonreíste
de tal forma que supe que mis palabras habían sido las más adecuadas. Y el
pájaro voló, harto de beber, consciente de que nuestro amor empezaría allí y no
terminaría nunca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario