…—Iba caminando hacia casa,
cuando me crucé con un tío que estaba tan bueno, que no pude evitar mirarle
fijamente a los ojos al pasar a mi lado, comprobando que él también me miraba a
mí. No sé qué pasó, no lo suelo hacer nunca, pero sonreímos los dos como si
tuviéramos una alianza común, un plan entre ambos. Seguí adelante sin hacer
demasiado caso, pero extrañada por esa sensación que me asaltó, cuando el chico
se giró y me dijo:
—¡Sandra! ¿No me
has reconocido, o qué?
Yo me giré,
pasmada, me quedé mirándolo con media sonrisa en la boca, el ceño medio
fruncido y le dije:
—No. ¿Eres…? —Mi
cabeza intentaba recordar.
—Soy Carlos. Carlos
Barrameda, ¿recuerdas? Fuimos novios de niños. Te cogía de la mano todas las
tardes y nos íbamos al pequeño estanque con patos que hay en nuestro pueblo.
—¿Carlos? ¿En
serio? No puede ser. Pero si… Vaya, cómo has cambiado. Jamás te hubiese
reconocido, —respondí, colocando mi mano en la frente mientras un escalofrío
recorrió mi cuerpo al recordar aquellos momentos.
—Sí. Por aquel
entonces llevaba ortodoncia y gafas de culo de vaso. Por no hablar de mi
problema de acné. Pero bueno, esas cosas se arreglan con el tiempo. Nada que
ver con ahora.
—No, no hace falta
que lo digas. Se te ve muy bien. Pero, dime. ¿Qué es de tu vida? No te veo
desde… bueno, teníamos unos seis años cuando jugábamos a ser novios. Luego tú
te viniste a la ciudad y no volviste más. Después me fui yo y tampoco he vuelto
mucho por allí. Nunca he sabido más de
ti.
—Sí. Mis padres
montaron un negocio aquí, el cual dirijo yo ahora. El tiempo pasa muy rápido.
Al pueblo he ido en un par de ocasiones. Aunque no lo creas, lo más bonito que
recuerdo de allí eres tú. Volví al estanque y el tiempo pareció transportarme a
esos momentos que pasábamos allí. Siempre me decías: <<cuando sea mayor
tendré mi propia tienda de ropa donde venderé mis diseños de moda>>. Lo recuerdo como
si fuese ayer y ahora mírate, tienes pinta de hacer lo que querías. Estás muy
guapa, mejor de cómo te recordaba.
—Sí, sí. Bueno, no
tengo mis propios diseños, pero trabajo con diseñadores de vez en cuando,
conozco a varios. Tú siempre decías que me ibas a querer siempre. Lo repetías
constantemente, —contesté, emocionada al recordar aquellos bonitos momentos de
mi vida que casi había olvidado.
—Y así es, Sandra.
Jamás me he olvidado de ti. Siempre he tenido la esperanza de encontrarte de
nuevo y parece que ese momento ha llegado. Esto es impresionante, —contestó él,
queriendo esconder la sonrisa sin éxito.
—Pero, ¿qué dices,
hombre? Con lo guapo que estás, habrás tenido y tendrás a todas las chicas que
quieras. No seas tonto, —repliqué mientras observaba al detalle al morenazo de
ojos azules, barba de tres días, pelo liso y bien peinado, rasgos bien
definidos y marcados que tenía delante.
—Sí, es cierto. No
he tenido problemas para ligar, pero, la verdad que, parece una tontería, pero
la chica que más cosas me ha transmitido en esta vida has sido tú, aunque
fuésemos niños. Te mentiría si te dijera otra cosa, Sandra.
—Vaya, Carlitos.
Eso me está halagando demasiado. ¿Por qué no quedamos otro día y hablamos más
tranquilos? Esto debe ser cosa del destino.
—No podría irme de
aquí sin tu número de móvil. No sabes las veces que he maldecido no tenerlo.
Por favor, no hay cosa que quiera más que quedar contigo. Es perfecto. Apunta.
—Y yo, ni corta ni
perezosa saqué mi móvil, lo apunté y compartimos un “hola” por whats. Luego, nos despedimos, que yo
tenía prisa y él también. Tío, ese chaval está cañón y encima, parece que está
enamorado de mí. Era tan tierno de niño. Era feísimo, pero a mí me gustaba cómo
me trataba. Como siga igual de bien me lo quedo para mí. La verdad que yo
tampoco lo había olvidado del todo. Ningún hombre me ha tratado con la
delicadeza que me trató él, aunque fuésemos niños. ¿No es increíble? La vida a
veces te da unas sorpresas…
—Y tanto, amiga,
—contesto mirándola después de soltar una enorme carcajada.
—¿Qué te hace tanta
gracia? Imbécil. Es algo bonito y tú te ríes. ¿Así cómo quieres que esa tía del
metro se fije en ti? Eres un insensible, —contesta, un poco enfadada y
desconocedora de los hechos que han tenido lugar hoy con Sara, la dulce y
femenina Sara.
—No me río de lo
que te pasó ni de lo ñoña que te has puesto al hablar de él, que te has puesto
así, tontita. Me ha hecho gracia la frase que has dicho de, “la vida te da unas
sorpresas a veces”. Y es que esa frase la he pensado yo hace un rato porque tú
tampoco sabes lo que me ha pasado hoy, amiga.
—No, ¿qué? No me
digas que también has ligado.
—Mucho mejor que
eso, Sandra. Es que, ¿sabes quién ha necesitado mi ayuda esta mañana en el
metro?
—¡No…! ¿Ella?
—contesta, refiriéndose a Sara, por ser tantas las veces que le he hablado de
mis extraños sentimientos hacia ella.
—Sí, hija, sí.
Verás, estaba yo sentado tan tranquilo con ella a mi lado cuando me pidió el
móvil para llamar y… —le cuento todo al detalle.
—Dios, eso es
increíble. Parece que se ha conjugado el destino para nosotros dos desde ayer
hasta hoy. Pero, no la habrás besado ya, ¿no?
—No, no. Faltó poco,
pero nos contuvimos los dos.
—Lo digo porque eso
a nosotras no nos gusta mucho, ¿eh? Aunque, ¿qué te voy a explicar a ti, galán?,
que eres un seductor de primera. No te costó mucho llevarme a la cama, bandido,
y eso que yo no soy una chica fácil.
—Bueno, eso da
igual. Ya sabes lo que esa chica ha conseguido en mí. No pienso ir de listo con
ella ni hacerle daño, todo lo contrario, quiero ir poco a poco.
—Más te vale, que
con treinta y dos años que tienes, ya te toca sentarte con una y dejar de jugar
con todas las niñas que tienes locas detrás.
—Sí, me apetece ya
quedarme con una sola. Y no digas que juego con nadie, sabes que no es así.
Nunca hago nada que ellas no quieran. Si luego se toman mal que no las vuelva a
llamar es asunto suyo.
—Bueno, yo sólo te
aviso, como amiga. Puedes coger mis consejos o no, al final siempre haces lo
que te viene en gana, cabrón.
—Sí, te agradezco todos
los consejos que me has dado desde una perspectiva femenina, siempre aprendo
algo nuevo contigo, eres tan inteligente, y guapa… —contesto con una sonrisa
picarona en mis labios.
—¿Qué voy a hacer
contigo? Nunca cambiarás, pájaro.
—Es mi naturaleza,
ya lo sabes, preciosa.
El representante
del actor famoso al que esperamos entra en la sala, interrumpiendo nuestra
interesante conversación, detrás le sigue él, el anciano Anthony Hopkins que,
es exactamente igual que en las películas, sólo que aquí parece un poco más
viejo, si cabe. Nos saludan y toman asiento en los butacones contiguos al mío.
Exponemos los puntos a tratar y comenzamos nuestra jornada laboral.
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José Lorente.
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