Un sonido de terror se
escuchó en la otra habitación, poco después del último golpe.
Cuando fui hasta allí, me di cuenta de que no podía
parar de llorar. Sus manos ensangrentadas; sus ojos vestían el miedo y el dolor
en su entera forma. No pude resistir el empuje de hacerlo, el niño me cogía de la
mano: —mamá, mamá, ¿qué le pasa a papá?—. Tenía que hacerlo, —sus tíos sabrán
cuidar de él, —me dije—. Me miré al espejo; un extraño pálpito recorrió mi
cuerpo, al ver tales moratones recientes en mi cara. Acurruqué mi cuerpo junto
al de él, abracé al bebé lo más fuerte que pude y con la otra mano apreté el
gatillo del arma que sostenía mi marido inerte, con la que se acababa de
suicidar, y que en este momento apuntaba a mi pecho.
El niño creció con el trauma de haber vivido esa
horrible escena con apenas 4 años. Su maduración fue precoz, y a sus 18, ya era
una persona totalmente independizada, autosuficiente y poseedor de un don
especial de tratar con delicadeza a las mujeres; aprendió a ser un hombre
siendo niño gracias a los errores de su difunto padre.
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