Miro a Sandra, ella habla con el
teléfono, su cara es un poema de amor.
—Hola, Carlos.
Precisamente ahora, estaba pensando en escribirte. ¿Cómo estás? —Continúa
Sandra, sin poder borrar la sonrisa de su rostro.
Yo, mientras tanto,
deleito mi olfato, colocando mi nariz por encima de la copa mientras le doy
unas vueltas al vino, luego, riego mi paladar con esta bebida tan deliciosa,
que se expande por mi boca, dejando tonos almizclados a madera vieja y ciruelas,
con una terminación seca que se vierte en mi garganta, provocando carraspera
placentera.
—¿Cómo? ¿U… una
cosa para mí? Pero, ¿por qué te has molestado? —Dice ella, sorprendida.
Levanto la mirada
al escuchar eso, ningún hombre en su sano juicio, compra un detalle a una mujer
antes de unas cuantas citas, pero, <<quizá, éste la
quiera desde niño y quiera seducirla desde el primer momento>>, debato dentro de
mí, clavando mis ojos en el escote de Sandra. Aunque no la desee siempre, pocas
veces puedo evitar dirigir mi mirada a esa zona, es un paisaje tan hermoso.
—Ah. ¿Cómo que una
cosa mía de cuando éramos niños? ¿Qué es? No recuerdo que tuvieras nada mío,
—dice ella, fisgoneando inconscientemente, deseosa de saber más.
La miro a la cara
al escuchar eso y ella me sonríe mostrando una gran felicidad por el detalle que
está exponiendo Carlos. <<Vaya, resulta que
es un romántico y guarda algo suyo desde hace tantos años, al final será eso,
un tío perfecto para ella>>, sigo deliberando
en mis adentros.
—¿Cómo? Eso no
puede ser. Es verdad, no me acordaba. Pero, ¿cómo puedes tenerla aún, después
de tanto tiempo? Es increíble, —prosigue su conversación con el que, para mí,
es un completo extraño, al que empiezo a coger cierto aprecio por tratar tan
bien a mi compañera y amiga pero, no lo conozco, quizá es otro de esos mamones a
los que les gusta jugar con los sentimientos de las chicas, no lo sé, ya le
conoceré.
—Claro que podemos
vernos. Mañana, genial. Tengo el día libre, me muero de ganas de volver a ver a
Chip, no lo puedo creer. Bueno, también tengo ganas de verte a ti de nuevo, eres
tan bueno, conservando a la tortuguita que encontramos aquel día… Bueno, mañana
te veo, besos, Carlos, adiós.
Cuelga el móvil y
con él todavía en la mano, me mira con una expresión tan alegre, que se le
estira toda la piel de la cara hacia atrás. Me dice:
—¿Tú te has dado
cuenta de lo que acaba de pasar, amigo?
—Pues, claro.
Cuando ibas a escribirle, se ha adelantado, llamándote, para decirte que aún
tiene la tortuga que encontrasteis un día, ¿no?
—Sí, pero es que… esa
tortuga la tuve casi desde que nací y se escapó de mi jardín. Pasaron meses y
la encontró él aquel día, mientras estábamos juntos jugando en el lago. Chip
era muy especial para mí, la reconocimos porque tenía un corazón negro dibujado
en una de las escamas de su caparazón.
—Y si era tan
especial, ¿por qué no volviste a llevártela tú? ¿Por qué se la quedó él?
—Pues porque a mi
madre no le gustaba nada Chip; siempre decía: “¡Quitar esa cosa de mi vista!”.
Fue un regalo de mi padre a los pocos meses de nacer yo. Utilizó el pretexto de
“regalo” para poder meterla en casa; a él le encantan todos los bichos.
Entonces mi madre, cuando volví aquel día con Chip, ya no la aceptó de nuevo en
la familia al haberse acostumbrado a vivir sin ella. No sabes cuántas veces he
recordado a esa pequeña. Pasaba horas mirando cómo comía o cómo tomaba el sol
en mi jardín. Y ahora, mira, resulta que Carlos viene acompañado por ella.
¿Cómo no recordé que se la quedó él? Ciertas lagunas existenciales de la niñez
habitan en mi cabeza, Maxi, supongo que a todos nos pasa, ¿no?
—Sí, yo también he
olvidado muchas cosas de cuando era niño, pero, realmente no se olvidan, se
quedan ahí, en los almacenes cerrados de recuerdos, esperando a que alguien o
algo los abra y volvamos a verlos con claridad; ahí tienes la prueba de ello. Definitivamente,
ese tal Carlos, es tu hombre, no lo dudes y a por él, pero hoy… hoy, tomémonos
este vino y disfrutemos de nuestros éxitos, querida, —le digo, alzando mi copa
hacia ella, esperando ese brindis que tan buenas sensaciones respalda.
—Sí. ¡Bien dicho,
cariño! ¡Por nosotros, por Sara, Carlos y Anthony Hopkins!
—Y su traductor con
cara de Gepeto, —añado, chocando mi copa contra la de ella y sonriendo
intensamente.
Bebemos y bebemos,
hasta que dos camareros nos traen los platos que hemos elegido. Sus ñoqui,
tienen una pinta estupenda y me hace pensar que quizá, tenía que habérmelos
pedido yo también. No le doy mayor importancia porque mi pizza estará tremendamente
buena, eso seguro, viniendo de Toni, todo está muy rico. Comemos, reímos y
brindamos, disfrutando de este día tan completo. Cuando queremos darnos cuenta,
son las cinco de la tarde, nos hemos bebido dos botellas de vino y estamos
pensando en pedir otra más. El mareo es significativo en mi mente, pero al ser
vino, es una embriaguez alegre, dinámica y dicharachera. No paramos de decir
tonterías y de halagarnos mutuamente.
—Sandra, amor.
Tienes que perdonarme pero, siempre te miro las tetas; las tienes tan ricas. Me
encantan.
—Ya lo sé, ¿crees
que no me doy cuenta? Pero bueno, he de confesarte, que me encanta que las
mires de esa manera, hace que me sienta sexy, deseada, también consigues que
quiera follarte.
—¿Qué me dices?
Pues a partir de ahora te las miraré más a menudo, cuando me hables, verás que
miro hacia abajo descaradamente, mira, así, —contesto, acercando mi cara a su
busto peligrosamente. La tensión sexual se deja ver en el aire y ella, mientras
me estoy acercando, agarra mi cabeza por detrás y comienza a frotarme el pelo con
sus dedos. Percibo la intención de esa caricia y no puedo evitar notar una leve
erección al pensar en lo que puede pasar.
—Te gustan, ¿eh?
Pues… puede que las disfrutes hoy, no lo sé, me lo estoy pensando aún, —replica
ella, agarrando mi pelo y guiando mi cara hacia la de ella, aprovechando para darme
un beso lento y húmedo en mi sien derecha y apartándome de un pequeño empujón,
para después mirarme sensualmente.
—Pues no lo pienses
tanto, que a mí ya me ha subido la temperatura y no sólo por este vino tan
cabezón, —agrego mientras me hago el interesante, tomando el poco vino que
queda en la copa.
—No pidamos otra
botella más. Vayámonos a tomar una copa de verdad, ¿te parece?
—Sí, estaba
pensando en decirte lo mismo. Vámonos ya. Deja que pague yo la comida. Luego me
invitas a una copa y listo, ¿de acuerdo?
—Me parece bien.
Levanto la mano y
pido al camarero que se acerque.
—La cuenta, por
favor, —le digo.
Aparece poco
después con el plato donde deposito mi dinero y dejo una propina de diez euros.
Al fin y al cabo, Toni es mi amigo. Cojo a Sandra de la mano, la ayudo a
levantarse y salimos de allí, dispuestos a ir a un bar de copas. El día está
yendo fenomenal y esta chica tiene todo un arsenal de recursos que, quizá, sea
la última vez que disfrute, por la aparición de Carlos y Sara en nuestras
vidas.
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José Lorente.
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