Aquella noche me encontraba solo,
sentado en mi coche, de cara al mar, con la única compañía de una luna llena
brillante y una muñeca inflable barata en el asiento de al lado.
El mar sonaba, incansable, en su hermosa sinfonía del romper de olas. En la
radio de mi mente, músicos locos que tocaban melodías reticentes y
desconcertantes. Hacía días que no me encontraba bien. Estaba sumido en una
depresión; la depresión por haber perdido a la mujer de mi vida. Ya no escuchaba
su voz en la mañana, ya no veía su risa las tardes de domingo, ya no besaba sus
labios ni tocaba su pelo. Todo era un efímero recuerdo, vano y escandaloso, que
provocaba desprendimientos mentales en mi cerebro. Ya no había sexo, debía
conformarme con los fríos y poco placenteros, orificios de aquella muñeca inerte
que me acompañaba. Esa noche estaba dispuesto a ahondar en ella, a contarle
todos mis secretos. Ya sé, es triste, pero créanme, cuando lo has perdido todo,
puede resultar necesario, hasta imprescindible, hablar con alguien, incluso
aunque ese alguien sea de polietileno color
carne.
Miré la luna y su reflejo en las olas, miré a un lado, miré a otro y
escuché una voz femenina que decía:
—No temas Raúl, estoy aquí, a tu lado.
La voz había sido tan cercana que parecía estar dentro del coche, a mi
lado, pero claro, eso no podía ser; en aquel coche sólo estábamos yo y mi amiga
plástica del sexo barato.
Pero, vaya, me estaba volviendo loco, o eso me pareció a mí, porque esa voz
era tan cercana y real, que un escalofrío brotó en mi interior y fue a parar
hasta mi nuca. Miré la muñeca y el escalofrío se multiplicó por veces
infinitas. En lugar de aquella muñeca, había una mujer. Atractiva, con su
melena ondulada y clara, con sus ojos grandes y expresivos, con su sonrisa
reluciente y sus labios carnosos. Con sus pechos voluminosos, con una mini
falda tan corta, que casi dejaba asomar su bulbo inguinal; sus muslos eran
firmes y escuetos; sus manos, delgadas y estilizadas.
Mi asombro era demoledor, no tenía palabras, sólo podía quedarme inmóvil
ante aquel fenómeno que estaban presenciando mis ojos.
—¿Por qué me miras así? —Preguntó, con su fina voz, y un aplomo persistente
cayó sobre mí.
—¿Quién eres tú? —Pregunté, casi sin aliento.
—¿Cómo no lo sabes? Si tú me trajiste aquí.
—¿Yo? ¿Cómo? Yo vine solo.
—No, viniste conmigo.
Mi cara matizó sorpresa e interrogación.
—¿Qué dices? ¿Quién eres? ¿Cómo has entrado en mi coche?
—Pero, tonto, ¿cómo no lo sabes? No te hagas el remolón. Soy Pamela, tu
muñeca inflable, —su sonrisa me cautivaba. No sabía muy bien lo que estaba
pasando, sólo sabía que era muy raro y que estaba encantado de tener a una mujer
así delante de mí, diciendo que era mi muñeca Pamela.
—¿Pamela, la muñeca? —Mis dudas no cesaban.
—Sí, la misma. Esa que guardas en tu armario y que, sólo sacas para
metérsela por cada uno de sus orificios.
—Pero, ¡venga ya! Esto es una broma, ¿no? ¿Dónde está la cámara? —Me puse a
buscar por todas partes del interior del vehículo, incluso salí fuera. Pero
allí no había nada ni nadie más. Sólo el mar, la luna, Pamela y yo. No entendía
nada, pero tampoco lo necesitaba. Tenía a una exuberante mujer en mi coche,
afirmando que era mi muñeca inflable, y, de ser así, se dejaría hacer cualquier
cosa que yo quisiera. Al volver al interior del coche, todavía estaba allí; sumisa,
frágil, simpática y sonriente, mirándome con amor.
—Bien, Raúl, ¿te has convencido ya de que soy Pamela?
—No, pero me da igual. Me gustas, me gusta tu presencia. Me siento muy solo
últimamente.
—Lo sé. Por eso llegué a tu vida, para hacerte compañía.
—Ya, pero, tú, no eres…
—Sí, lo soy. Fíjate si soy real, que voy borracha, tanto como tú. Hemos
bebido lo mismo, ¿O es que no lo ves?
Giré mi cabeza al asiento trasero, donde llevaba una bolsa con diez
cervezas. Agarré la bolsa, no quedaba ninguna llena y yo sólo recordaba haberme
bebido cinco. La mirada de Pamela me desnudaba. Sus labios me acechaban como
cucharas a cuenco de sopa. Pronto estábamos a la faena. Fue la noche de sexo
más placentera, loca, aventurera y extensa que he tenido jamás. Veinticuatro
orgasmos después, yo estaba reclinado en mi asiento, con Pamela respirando
fuerte, apoyada en mi pecho. La luna ya no se veía ni se reflejaba en el agua,
la música infernal de mi cabeza se había convertido en sonetos agradables. El
mar resonaba de fondo. Me quedé dormido. Al despertar, todo volvía a ser como
antes, eso sí, Pamela todavía estaba en la misma postura, pero sin respirar,
con su frío tacto plástico apoyado en mi pecho y recubierta de semen por todas
partes.
Era cierto lo que me dijo la chica de la farmacia cuando me dio aquellas
pastillas. <<No es Strepsils, no, según pone en el paquete. Esto te
curará esa depresión que tienes. Hazme caso>>, dijo cuándo, bajo
mano, me pasó el paquete de pastillas mágicas camufladas bajo el nombre de
Strepsils, un antiséptico común para la garganta. Mi vida cambió, Pamela no volvió
a aparecer, pero cada vez que me siento solo y deprimido, me tomo un comprimido
de “Strepsils” y todo cambia. Mi vida cambia, ya te puedes imaginar de qué
forma. Pero, no lo cuentes a nadie, es un secreto farmacológico.
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José Lorente.
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