—No, no por eso voy a hacer lo que tú digas.
—Pero, escúchame. ¿Qué hay de malo en eso? Yo lo
suelo hacer y no me he muerto, aquí estoy.
—Ya, pero porque lo hagas tú, no significa que yo
también tenga que hacer lo mismo.
—No he dicho que hagas lo mismo, sólo que trates de
intentarlo, ¿qué pierdes?
—Pierdo mi dignidad, ya lo sabes, lo hemos hablado
muchas veces.
—Ya… es eso, ¿no? Como siempre, cada vez que te lo
digo sales con lo mismo. Tu dignidad… tu dignidad… ¿Acaso crees que yo no me
esforcé la primera vez que lo intenté?
—Ya, pero yo sí, y te digo que al principio cuesta,
pero cuando lo haces unas cuántas veces te acostumbras, pierdes el miedo, como
con cualquier actividad nueva que realices a lo largo de tu vida, y luego
disfrutas, piénsalo. Por ejemplo… cuando tuviste que trabajar de barrendero
unos cuantos meses. No te gustaba, ¿verdad? Era indigno según tú, y luego,
estabas encantado con el trabajo.
—Estaba encantado por el dinero, no por el trabajo
en sí…
—Eso lo dices ahora… ahora que estás de médico,
claro. Es muy fácil mirar desde fuera de la barrera y quejarse, quejarse sin
razón, por miedo, o por lo que sea, la cuestión es que la negación vive en ti. Te
niegas a experimentar, a vivir una vida fuera de lo común, lejos de tu
cuadrícula cerrada. Pues no pienso encerrarme contigo ahí, ¿me oyes? No.
—¿Y si es como me gusta vivir? ¿Acaso eso no
importa?
—Claro que importa, pero, ¿cómo vas a saber si te
gusta cuando ni siquiera te atreves a hacerlo? De verdad, no puede costarte
tanto.
En este punto de la discusión, ya empezaba a
cansarme. Daniela trataba de inculcarme una actividad que nada tenía que ver
con mi persona, ni siquiera con mi masculinidad. Pero claro, era mi mujer, y la
amaba.
—No vas a para hasta que lo consigas, ¿verdad? Eres
tauro.
—Ya lo sabes…
Su mirada cómplice me enajenó por completo mientras
decía esa frase.
—Llegados a este punto y con esos ojos mirándome de
esa forma… Ay… —lancé un suspiro abatido—. Vale… lo haré. Pero debes prometerme
dos cosas.
—¿Cuáles?
—Que si a la primera no me gusta, no volveremos a
hablar sobre ello, lo seguirás haciendo tú si quieres, pero a mí me dejarás en
paz respecto a este tema, ¿de acuerdo?
—Vale.
—He dicho. ¿De acuerdo?
—Ay… de acuerdo… ¿Y la otra?
—Que a partir del primer momento en que yo haga lo
que tú quieres… te encargarás del césped del jardín hasta que dure la afición
que tratas de obligarme a hacer, ¿de acuerdo?
—No te estoy obligando a hacer nada. Te estoy
animando, no es lo mismo.
—He dicho. ¿De acuerdo? —Eran mis ojos en ese
momento los que mostraban convicción y complicidad.
—Que sí… de acuerdo… Si cortar el césped del jardín
es el precio que tengo que pagar por conseguir que te aficiones a bailar ballet
conmigo, lo haré, siempre, mientras sigas practicando. Tenemos un trato, no lo
vayas a romper, ¿eh? Que nos conocemos.
—Tenemos un trato… Qué testaruda te pones a veces.
—Y tú qué negado… a veces. Eres acuario.
—¿Qué voy a hacer contigo?
—¿El amor?
—Eso me gusta más, ¿ves?
—¿Pues a qué esperamos? Este trato ya lo cerramos
hace muchos años.
—Y seguimos disfrutando… Ven aquí anda…
Y así fue la forma en la que me inicié en el ballet
y mi mujer pasó a hacerse cargo del césped. A día de hoy, diez años después,
hemos ganado el primer premio en el concurso nacional de ballet. Es todo un
orgullo ser galardonado en este arte. Todo es gracias a ella, Daniela Stoyenko.
Y si no hay más preguntas, señores de la prensa, mi mujer y yo tenemos que
retirarnos a celebrar el título. Buenas tardes.
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José Lorente.
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