Mis cavilaciones son dispares,
confusas. Un ligero confort al ver mi casa recuperada del robo me ayuda a
pensar, pero no es suficiente; pesa más el deseo de estrangular a Sandra, la
información que me queda por descubrir de Sara y los mini Héctors que rondan
por mi cabeza. De repente, siento un impulso de ir a la habitación a coger algo
que guardo por seguridad en la mesilla de noche; una Glok 38, con cañón de
nueve milímetros recortado. Nunca he tenido que sacarla de aquí, excepto para
ir a las clases de tiro que inicié poco después de adquirirla en una feria de
armamentística, a la que acudí acompañando a mi amigo Alfredo; un excomandante
de artillería que conocí en una exposición de arte. Sí, los tipos duros también
visitan ese tipo de eventos, sobre todo cuando su madre ha sido y es, una de
las mejores escultoras de todo el país.
Pues bien, agarro
el arma, todavía no entiendo el por qué y salgo de la casa en busca de alguien.
Es el instinto, uno puede ser el tipo más pacífico del mundo y casualmente un
día, sentir que podría asesinar a cualquier persona que trate de joderle la
vida de tal forma, que se le quede grabado para siempre en la memoria. Y es lo
que el instinto me lleva a querer hacer ahora si encontrara a la zorra de
Sandra. Pero la razón puede con el ego, una vez más. Cambio mis planes tan
pronto como aplasto mi culo en el asiento del Mercedes, <<estás loco, ¿dónde
te crees que vas? A matar a Sandra, ¿eh? No te lo crees ni tú, cobarde,
—resuena mi voz interna—, necesitas visitar a Joe, sí, eso te ayudará, él sabe
muchas cosas, siempre ha sido así>>, culmino, en mis
adentros.
La noche ya ha
cubierto con su oscuro velo la ciudad, conduzco mi deportivo, girando las
calles en un vaivén de sentimientos, de dudas y temores, de desgracias y
traición, de locura e irritación. Mi alma no estará tranquila hasta que
descubra todo el pastel y le dé su merecido a Sandra.
Veinte minutos más
tarde, deambulo por las calles de Alboraya, un pueblo circundante de Valencia,
al que le tengo especial aprecio por ser el lugar en donde vive mi tía Lourdes
y porque también reside en él mi gran amigo, Joe. Es el tipo de sitio que te
hace sentir como en casa, que te trae recuerdos de casi todas las épocas de tu
vida y que está en el lugar perfecto para estar comunicado en todos los
aspectos en que alguien puede estar.
Aparco el coche en
la calle paralela a la de Joe y me dirijo hacia su casa; un estupendo adosado,
situado en la zona más cercana a la playa. No me preguntéis por qué, pero Joe
se las ha apañado para poder vivir así sin haber trabajado para nadie en su
vida, sólo sé que a veces da clases particulares a clientes de dudosa
existencia.
Me apeo en la
puerta, en una de las ventanas se ve luz, eso me gusta porque he venido sin
avisar y no tenía la certeza de que estuviese en casa. Presiono el botón que
hace sonar unas pequeñas campanillas en el interior, poco después, la luz del
video-portero se ilumina. Miro a la cámara con cara de lástima, como casi todas
las veces que he venido aquí.
—¡Maxi! Qué
alegría, coño. Pasa, —dice Joe, con voz distorsionada por el interfono.
Un sonido eléctrico
me indica que ya puedo empujar la puerta de la valla. Antes de terminar de
recorrer el pequeño camino que lleva a la entrada principal, la puerta de ésta
se abre, dejando asomar la figura de Joe a contra luz de los focos de la
entrada. Siempre ha sido bastante alto, tanto que casi roza la parte superior
del marco de la puerta. Va en bata, el muy canalla no ha salido en todo el día.
No conozco a nadie que sea capaz de pasar tantas horas sin salir de su casa. La
última vez que vine aquí, me dijo que llevaba diez días sin salir y que estaba
bien. Siempre dice: “Me da igual, hoy día es posible que te traigan a casa todo
lo necesario para vivir y siempre tendré la playa para salir en bata”. Nunca he
entendido del todo esa frase, pero bueno, Joe es un tipo excéntrico, nada
usual, supongo que esa frase sólo la puede entender él en su totalidad. Muchas
veces le he envidiado, la excentricidad es un rasgo que te permite vivir de un
modo arriesgado, sin temores ni pasiones. Sin embargo, te mantiene vivo, metido
en tu mundo, sin que te apetezca salir siquiera. Pero yo no soy así, soy más
bien normal, el tipo de hombre que sigue el compás, que se mueve por
tendencias, que se enamora de las cosas que ve y no de las que imagina. Esto me
hace pensar, que un equilibrio entre esas dos formas de vida podría estar
rozando la perfección de la existencia, pero con todas y con esas, tampoco soy
así. Me pregunto si alguien lo será.
—Hombre, Maxi, qué
alegría verte. Supongo que mis palabras por teléfono no fueron suficientes para
que entendieras lo que te pasa. También supongo que has vuelto a ver esas
cosas. ¿Me equivoco? —Dice Joe, estrechándome en un abrazo. Su pelo ondulado
golpea mi ojo derecho, produciendo un pequeño escozor.
—Supones bien,
—contesto, rascándome el ojo y a medio sonreír.
—Está bien, no te
atormentes. Me temo que estás ante los síntomas claros de un don que ha venido
para quedarse. Ahora entenderás qué se siente al poseer esa percepción.
—¿No se me va a ir?
—Pasa, anda. Te
invitaré a un trago.
—Me vendrá bien,
sí.
—Siempre viene bien
un trago con los viejos colegas, hombre. ¿Cuánto tiempo hacía que no me visitabas?
—Menos del que hace
que tú me visitaste a mí… —salta una carcajada de mí. Joe me mira serio desde
la barra de la cocina, en donde prepara dos escoceses, para después echarse a
reír también. No me gusta demasiado el whisky, pero siempre que vengo, me lo
bebo como si fuese zumo de naranja recién exprimido en una mañana de resaca.
—Bastardo, cabrón.
Siempre te las ingenias para que nadie se enfade contigo, ¿cómo lo haces?
—No lo sé,
simplemente sale así, no premedito demasiado.
—Bien, bien, bien…
Amigo… Maxi, —dice, acercándose con los vasos de escocés y sentándose a mi
lado—. Cuéntame lo de esas visiones más al detalle, anda…
—Pues… estoy tan
tranquilo, y de repente… —le cuento cómo ha ido evolucionando todo el proceso “hectoriano”
y cuándo empezó exactamente.
—Bien… bueno… Todo
indica que tienes algo. Además, las sensaciones que he percibido al verte no
son cómo las de siempre. Algo ha cambiado en ti, y…
—¡¿Y qué, y qué?!
—Interrumpo, ansioso de poder atar algún cabo.
—Y… me temo que ni
yo sé ahora mismo qué es lo que te sucede, amigo… Pero no temas, bríndate un
trago y olvídate de todo lo demás, —me dice, alzando su vaso. El sonido de los
hielos tambaleantes resuena en mi cabeza, transformándose en una hilera de
recuerdos que no parecen ser míos. Estoy viendo unas visiones muy claras de una
especie de pasillo, como de un manicomio, o algo así. Hay puertas a cada lado,
con pequeñas ventanas rectangulares en la parte superior. Asomo mi cara por una
de ellas y veo a un mini Héctor allí, preso, triste. Luego miro en otra y veo
al segundo mini clon, así hasta mirar en las siete puertas correspondientes y
todos igual, pesarosos y cautivos. Pero hay una octava puerta, asomo en ella y
Joe me da un sobresalto al estampar su cara en la pequeña ventanilla. Todo
vuelve a la normalidad, pero la cara de Joe sigue ahí, bien cerca.
—¡Max, Max!
¡Vuelve, vuelve!
—Estoy aquí… Joe,
estoy aquí. Otra de las visiones, esta vez diferente, tío. Esto me asusta,
joder.
—Bueno, yo no suelo
acojonarme por cualquier cosa, pero he de decir que tus ojos en blanco, y lo
que te has puesto a hablar, no me ha gustado nada.
—¿Que me he puesto
a hablar? ¿Qué cojones dices, Joe? ¿Es una de tus bromas?
—No, tío. Has dicho
unas siete veces en tonos diferentes de voz: “sácame de aquí”, tío. Esas voces
parecían de personas diferentes cada una.
—¿En serio?
—¿Tengo cara de
estar bromeando?
—La verdad, no.
—Pues ya está.
Lo que me acaba de
decir Joe es algo que me viene agonizantemente mal. No sé qué le ha pasado a mi
cabeza o a mi vida desde que murió Héctor, lo único que sé, es que todo este
asunto se está agravando cada vez más.
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José Lorente.
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