Arturo era un
vagabundo profesional, de esos que saben buscarse la vida sin necesidad de
seguir el patrón estipulado por la sociedad. Su relación con el dinero era
discreta, más bien pobre, nunca mejor dicho. Todo lo que necesitaba, lo
encontraba buscando por los campos, pescando en los riachuelos, cuidando de las
dos cabras que un mercader dejó olvidadas un día junto al lago.
Una mañana, Arturo salió de su porche, construido con cartones,
plásticos y maderas viejas, agarró su carromato destartalado y fue en busca de
frutas, avanzando por aquel camino de tierra, por el que acostumbraba a andar
cada mañana. Cuando llevaba caminando largo rato, algo llamó su atención en
medio del camino; era un bulto de color negro, destacaba sobre la tierra seca
de la senda. Al acercarse, se dio cuenta de que era una cartera de caballero,
de esas que hacía siglos que no veía.
Soltó el carromato, lo rodeó y con extrema curiosidad, le dio dos patadas a la
cartera, como un auténtico cavernícola que encuentra una piedra de oro
desconocida. Naturalmente, Arturo no era un cavernícola, conocía la vida
moderna, pero de lejos, de muchos años atrás, cuando era un joven estudiante
entusiasta de quince años. Lamentablemente, todo cambió para él, en el momento
de la muerte de toda su familia en un accidente de vuelo, quedándose solo,
teniendo que buscarse la vida de la mejor forma que se le
ocurrió.
Agarró la cartera y la abrió, el aroma a piel y a dinero embriagó
su desarrollado olfato. Al separar uno de sus compartimentos, asomaron, uno
tras otro, infinidad de billetes de gran suma. No se acordaba demasiado de
contar, pero debía haber unos treinta mil euros en billetes de quinientos. Se
echó la cartera al bolsillo y siguió con su marcha habitual; recoger naranjas
para desayunar y merendar. Al llegar a su chabola, mucho más tranquilo, volvió
a abrir la cartera, husmeó en ella, descubriendo la identificación del dueño de
tan valioso hallazgo. Domingo Pérez
Albert, ponía, calle Arquetipo número
7. Arturo guardó la cartera debajo de su <<colcha>> y se acostó. Esa noche soñó, que gastaba el dinero en una pequeña
casa, que tenía un pequeño jardín, donde cuidaría de sus cabras, y quizá de
algún otro animal que podría permitirse comprar.
Se levantó alegre, más que nunca, agarró la cartera y salió de la
chabola. Caminó y caminó, kilómetros y kilómetros, hasta llegar a una preciosa
mansión, esa que tanto le gustaba los días en los que se dirigía al mar, en
busca de cangrejos y demás animales marinos que le sirvieran de alimento. Se
acercó a la verja y llamó al timbre. Era sábado, el sol se extendía alegre
entre los campos de alrededor y las nubes avanzaban, de un blanco inmaculado. Pocos
segundos después apareció un hombre por la puerta, al ver a Arturo, hizo un
gesto con la mano para decir después:
—No, lo lamento. No tenemos nada que podamos darle.
—Yo a ustedes sí, —contesto Arturo sacando la cartera del bolsillo
y enseñando los billetes.
—¡Oh! —Exclamó el hombre.
—¿Es usted Domingo Pérez?
—Sí, soy yo, por Dios… ¿Dónde…?
—La encontré ayer, en el camino de la rambla. Creo que le
pertenece.
—Y tanto que me pertenece. Por favor, no se quede ahí, pase, pase.
Gracias a Dios. Es usted un santo.
—No sé, yo sólo hago lo que me dicta el corazón. ¿Para qué quiero
yo todo eso? Soy feliz como estoy, no necesito dinero.
—¿Qué puedo hacer por usted? ¿Cómo puedo agradecérselo?
—¿Tiene usted carne?
—Tengo toda la que quiera. Es más, se me acaba de ocurrir algo.
—Qué.
—¿Dónde vive usted?
—Cerca de la ciudad, en un pequeño llano.
—Me refiero… ¿tiene usted casa?
—Ah, no. Bueno, tengo mi chabola. Pero si se refiere a una casa con
paredes, no, no tengo.
—¿Qué le parecería venirse aquí a vivir? —Dijo Domingo, señalando
una pequeña casita de madera que tenía en el jardín.
—¿Y qué voy a hacer yo aquí, aparte de molestar?
—Podría cuidar del jardín. Además, tendrá toda la comida que quiera,
cada día. ¿Qué le parece? ¿Hacemos el trato? Se lo debo. No sabe lo importante
que es para mí este dinero.
La cara de Arturo se iluminaba a medida que Domingo iba terminando
de hablar.
—Por Dios, señor. Es lo más bonito que me han dicho jamás, pues
claro que hacemos el trato, —unas lágrimas brotaron de los ojos de Arturo, que
se echó encima de aquel hombre, abrazándolo, sabiendo que su vida estaba a punto
de cambiar, y todo gracias a él.
—Pues no se hable más. Comamos algo, luego podrá instalarse, cuando
usted quiera.
—Tengo dos cabras, ¿pueden venir también? No me gustaría
abandonarlas, si no pueden venir lo entenderé, pero me temo que sin ellas no
vengo.
—¿Cabras? Me encantan los animales, claro que puede traerlas, puede
traer todo cuanto quiera, esta es su casa a partir de hoy.
—Gracias, señor. Es usted un santo.
—El santo eres tú en realidad, amigo.
Domingo utilizó los treinta y cinco mil euros en sanar a su hija de
una enfermedad terminal de pulmón; la niña logró sobrevivir gracias a ese
dinero. Arturo se convirtió de ese modo en un hombre de bien, un jardinero
privado para aquella estupenda familia. Los Pérez los llamaba. Nunca más tuvo
que ir en busca de alimento, tampoco hubo de necesitar el dinero, tenía todo
cuanto quería.
No olvides que puedes suscribirte al blog para estar al día de nuevas publicaciones, clicando en el botón azul de la esquina superior derecha "participar en este sitio" y validando con tu cuenta de Google. Si te ha gustado lo que has leído, puedes compartirlo con tus amigos y dejar tu comentario, siempre es de agradecer y me ayudarás a crecer. Muchísimas gracias por tu visita y por leer mis historias. Saludos.
José Lorente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario