…—Soy
la hermana de Héctor. Paula.
—Ah…
Paula, ¿cómo estás? ¿Qué número es este? ¿Has cambiado de móvil? No me aparece
tu nombre.
Un
sollozo profundo se escucha por el altavoz del iPad, Paula ha arrancado a
llorar de forma bastante angustiosa.
—Max…
Mi… —un espasmo en su respiración agitada la interrumpe—… mi hermano, —los
gimoteos y espasmos se acentúan después de terminar de hablar.
—¡¿Qué
pasa, Paula?! ¿Dónde está? ¡Dime!
—¡¿Cómo?!
Eso no puede ser… —el sonido del agua al ser removida por mi cuerpo mientras me
levanto es tan fuerte, que no me deja escuchar bien lo que dice Paula, mi
mirada se ha quedado congelada sin un sitio claro dónde apuntar. Sara me mira
asustada, sus ojos parecen desencajados. Antes lo del accidente y ahora—… un
momento, Paula. ¿Un accidente, dices?
—Con
un coche, Maxi, con un coche. No sé quién es la que iba con él, pero se han
matado los dos. Mi hermano está irreconocible. Se ha destrozado, Maxi. Ya no
está… ya no está… —los sollozos parecen haber menguado un poco.
—Vale,
Paula. ¿Dónde estás? Voy enseguida, —contesto saliendo del jacuzzi y secándome todo
lo rápido que puedo.
—Estamos
en el tanatorio. ¿Cómo se llama el tanatorio, mamá? —Un murmullo inaudible se
escucha algo alejado, contestando a su pregunta—. Es el Altamira, tanatorio
Altamira. Es por la zona del puerto.
—Vale,
enseguida estoy ahí. Tranquilízate, Paula, ¿vale? Ahora te veo.
—Vale,
cielo. Un beso, —los lamentos se escuchan de fondo en el silencio que se forma
antes de terminar la llamada.
La
llamada se corta. Mi cabeza está embutida en un mar de imágenes brutales de
cómo mi querido mejor amigo, Héctor, ha perdido la vida en el accidente que
hemos presenciado hace un rato. No tengo la seguridad de que haya sido el mismo
accidente, pero sin explicación, en el momento que he escuchado esa palabra,
accidente, dentro de mí se ha despertado el tremendo susto que hemos sufrido
esta tarde. Sé que ha muerto, eso no lo puedo remediar, pero, sinceramente,
preferiría que no fuese Héctor el cuerpo que he visto esta tarde, sería una
imagen difícil de borrar de mi mente cada vez que me acordase de él.
—Amor.
Dime que no es el mismo accidente que hemos vivido. Dímelo, —llega la voz de
Sara a mis oídos desconectados. Ya casi estoy vestido, ella sólo lleva una
toalla, su pelo está medio mojado. Me mira desde la puerta. Al verla ahí,
asustada, mi visión comienza a emborronarse. Dos lágrimas resbalan por mis
mejillas.
—No
lo sé, cielo. Ojalá que no, —termino de vestirme—. ¿Vienes, o te quedas, o qué
haces?
—Voy
contigo, claro que sí. Necesitarás ánimo para este mal momento.
—Es
que no me lo puedo creer. Hablé con él antes. Tenía que haberle llamado,
habríamos quedado y nada de esto hubiera pasado. ¡No puede ser!
—Vamos,
Máximo. No te castigues, no es tu culpa, por Dios. Ha pasado lo que tenía que
pasar, era su destino, —sus ojos se bañan de lágrimas también al terminar de
decir esa frase.
No
contesto. Llevo mis manos a mi frente y las paseo hasta mi nuca, presionando de
tal manera, que el pelo es escupido de debajo de las palmas de éstas. Me quedo
mirando el suelo, con los ojos perdidos entre los retorcidos dibujos de la
madera parquet. Sara anda recogiendo su ropa por toda la habitación,
poniéndosela lo antes posible. Bajo al salón a esperar allí, observando mi
pequeño mar, ese que evade todas mis penas cuando lo estudio, esta vez es
diferente, miro los peces pero sólo veos bultos en movimiento, ni colores ni
formas ni nada que se le parezca, sólo imágenes de Héctor, de momentos que
hemos pasado juntos. De cuando llegó a mi casa con su primer patinete, de
cuando estrenamos aquella consola de videojuegos, de nuestras tantas
celebraciones de goles en el equipo del colegio, de la vez que me contó lo
mucho que le costó besarse con Nuria por primera vez, la chica guapa de la
clase de al lado, qué tonto, pensó que sería la madre de sus hijos, cosas de
chiquillos. Mis ojos no pueden contener el desbordante líquido salado que llega hasta
la comisura de mis labios, dando fe de su salinidad. Héctor no va a volver ni
esa cerveza que nos podíamos haber tomado hoy, para celebrar nada en absoluto,
o quizá, celebrar nuestra mutua presencia. Los tacones de Sara distraen mis
pensamientos. Aspiro un poco la nariz y seco las lágrimas con la manga de mi
jersey. Los peces vuelven a tener colores y formas definidas.
Agarro
todo lo que tengo que coger, Sara me sigue mirando en el interior de su bolso,
por si se le olvida algo. Noto que saca su móvil y se pone a escribir en él. No
le doy más importancia. Cojo las llaves de casa, las del coche y abro la
puerta, ella sale primero. Paso doble cerradura a la puerta.
Llegamos
al garaje, mi SLK rojo nos espera, impecable como siempre, tan deportivo. Pero
hoy no lo cojo para irme a disfrutar de las curvas de una carretera de montaña,
no. Voy a un tanatorio llamado Altamira, a velar a mi querido amigo, y ahora
fallecido, Héctor.
Llegamos
al lugar a eso de las 23:45. El camino ha sido silencioso, no hemos abierto la
boca para decir ni una sola palabra. Se escuchaba la radio, no recuerdo ninguna
de las canciones que han sonado. En mi cabeza sólo estaba él y la imagen de su
cuerpo esparcido en pedazos por el tronco de la palmera. Aparco a pocos metros
de la puerta, una puerta rodeada por un tumulto de gente, unas 15 o 20
personas. Al acercarnos, Paula sale corriendo hacia mí, llorando, saltando a
mis brazos y gritando mi nombre y el de su hermano en voz alta, entre sollozos.
Su madre, Concha, le sigue, más lentamente. Separo a Paula de mí y voy a
abrazar a Concha, su cara está desencajada, sus ojos desdoblan un dolor, que
parece tomar forma, un dolor palpable y nunca antes visto por estos ojos. Sara
está tratando de consolar a Paula, frotando la mano en su espalda. Paula está
encogida de hombros, con sus brazos cruzados sobre el pecho, mirando al suelo.
Poco después aparece Ramón, su padre, de entre la gente. La mirada que cruzamos
los dos es penetrante, de rabia, de apretar la mandíbula con tal fuerza, que
los dientes tienen que soportar hasta casi partirse unos con otros. Me dirijo a
él y el abrazo es a matar, como cuando te despides de alguien al que quieres
demasiado, sabiendo que no le volverás a ver jamás, un abrazo que corta la
respiración. Las manos de Ramón aprietan mi abrigo por detrás, oigo sus sollozos
en mi oído derecho, cercanos, de hundimiento. Van acercándose otros familiares
que conozco, sus primos, tíos y algún abuelo. Todos saben que soy su único y
mejor amigo. Todos saben el dolor que padezco también, soy como uno más de la
familia.
Cuando
ya nos hemos compadecido lo suficiente, me cuentan lo sucedido, efectivamente,
el accidente en el que hemos estado implicados, ha sido el que ha acabado con
la vida de Héctor, esa imagen de su cuerpo, no puede moverse de mis recuerdos,
la veo en todas partes, los trozos de Héctor me hablan, me dicen que podía
haber evitado todo esto, que me estoy equivocando. —No hagas caso, no es tu
culpa, estás delirando por la tremenda noticia que acabas de recibir, por haber
visto el cadáver de tu amigo en tan dramáticas circunstancias. Necesitas
descansar, que venga un nuevo día, —asalta mi voz interna—. Les explico a todos
lo que hemos vivido Sara y yo. Sus caras lo dicen todo y no dicen nada mientras
les describo lo sucedido. Las autoridades no habían sido tan precisas con la
familia en los detalles del accidente, no estaban allí. Todo eran conjeturas y
vacilaciones. Los sollozos de Paula rompen el silencio cada cierto tiempo,
seguidos por los de Concha. El cadáver de Héctor no está para visitas y no lo
estará, es mejor no verlo.
Después
de tres horas haciendo compañía a la familia, me piden que me vaya a casa, que
descanse. No quiero hacerlo, no me nace, quiero quedarme aquí, con Héctor, con
toda su familia, pero considero la posibilidad pensando en Sara, ella no
debería estar aquí, aun así, ha demostrado mucho saber estar y paciencia,
aguantando tantas horas y tantos lamentos sin conocer a nadie, es una gran
mujer, merece que volvamos a casa, a descansar, a no ser que se quiera ir ella.
Se lo pregunto, me dice que no, que pasará el fin de semana conmigo, como habíamos
quedado, en las buenas y en las malas. Añade que ella no conocía a Héctor, pero
que en cierto modo ero como si lo hiciera, porque ya sabía de él antes del
accidente, y luego murió delante de ella. Nos despedimos de la familia Ortiz y
volvemos a casa…
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José Lorente.
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