Antes de montar en el coche, la
voz de Paula pronuncia mi nombre de un grito, desde lejos. Me giro, la veo
despegarse de su familia, acercándose hacia mí. Me quedo mirándola, con un pie
dentro del coche y el otro fuera. Se para a medio camino y con un gesto de su
cabeza, me pide que me acerque. Paula es una chica a la que tengo especial
aprecio, no sólo por ser la hermana de quién es, sino también, porque hemos
tenido nuestras aventuras amorosas en el pasado, aunque a decir verdad, nunca
hemos dejado de tratarnos como a personas especiales mutuamente. La conozco
desde niña. Tiene seis años menos que yo, pero una vez se hizo mujer, supo
conquistarme como pocas, aunque yo siempre he sabido, que era mejor no tener
nada serio con ella; la relación que me une a su familia es tan fuerte, que no
me gustaría traspasar la fina línea que separa el amor del odio, todo el mundo
sabe que adentrarse en una relación seria, conlleva este tipo de riesgos; nunca
he concebido la idea de distanciarme de esa familia, y menos por desamores con
la niña. La opinión de Paula al respecto discrepa bastante de la mía. Ella
siempre ha querido tenerme cerca, ha querido atarme, amordazar mis sentimientos
a ella, siempre me ha dicho que soy el hombre perfecto. Pero yo he sido
suficientemente hábil como para mantenerla a una distancia prudencial. Todas
estas cosas no quitan que le tenga un aprecio muy especial, es una de esas
personas que son capaces de alegrarte en momentos de angustia, que parece saber
lo más adecuado que decirte en cada momento. Es un amor de niña y jamás podría
negarle ciertos favores.
—¿Qué pasa, Paula?
¿Necesitas algo? —Le digo, mientras me acerco a ella.
—¿Quién es esa tía?
—Me pregunta, con sus ojos bañados en una negrura, desparramada por sus
mejillas. Su cara esboza tristeza infinita, no es para menos.
—No es momento de
hablar de eso, pequeña. Ya te lo explicaré más adelante, —le contesto, poniendo
mi mano derecha en su hombro izquierdo.
—Te acuestas con
ella, ¿no? ¿O es algo más que eso? Es muy guapa, demasiado diría yo, —los
sollozos se acentúan al decir la palabra “demasiado”.
—Venga, bonita. Ven
aquí, anda, —la estrecho entre mis brazos, ella rompe a llorar al instante. Giro
mi cabeza hacia el coche, Sara nos mira, atenta. Al verme, aparta la vista y
saca su móvil, su rostro se ilumina con el resplandor de la luz de éste—. No
pasa nada, no es momento de hablar de estas cosas, deberías intentar dormir,
—le digo, volviéndome hacia ella.
—¡No! ¡No! ¡Noo!
Quiero que te quedes conmigo, quiero que se marche esa tía. No quiero verla. Es
algo más que un polvo. Dijiste que no harías eso nunca, con ninguna. Que quizá
en el futuro podríamos ser algo más. Mentiste, siempre lo haces, ¡déjame!
Lárgate con tu nueva ramera barata, —me refunfuña, golpeándome el pecho con su
puño derecho.
—No, tranquila,
vamos… ¡Basta! —La separo de mí, agarrándola por los hombros en una fuerte sacudida.
Está claro que está evadida, que no es capaz de razonar, que su estado de shock
es tremendo, pero en cierto modo, tiene razón. Siempre he intentado
escabullirme de sus embestidas amorosas. Me quedo mirándola con cara de pena—.
Debo irme, —le digo, doy media vuelta, con el alma encogida, con más dolor que
furia y con Sara, la intrigante, esperando en el coche, con su rostro iluminado
todavía por el resplandor del móvil.
—Eso, ¡huye! Como
siempre haces, —vocea Paula, entre lloros amargos. No hago caso, consciente de
que cualquier acto por mi parte puede ser malinterpretado por ella. Es mejor
dejarla así, con su familia. Mañana será otro día. Oigo sus pasos alejarse.
Al llegar al coche,
Sara guarda el teléfono, me mira y me pregunta:
—¿Siempre es así
esta chica? —Despliega el parasol, abre el espejo y se mira en él; retocándose
el pelo y dándose pequeños golpecitos con sus dedos en los párpados inferiores.
—No, para nada.
Está en un estado de shock bastante evidente. Es normal, ¿no? —Le contesto,
mirándola extrañado por esa pregunta. Debería comprender una reacción así, a no
ser que nos hubiese escuchado, cosa poco probable por la distancia que había,
aunque también cabe la posibilidad, que con su aguda intuición, sepa que esa
niña está enamorada de mí.
Un silencio incómodo
se crea en ese momento.
—¿Crees que soy
tonta, o qué? He visto cómo te miraba. Parecía estar llorando más por verte
conmigo, que por la muerte de su hermano. A veces el amor puede llegar a hacer
ese tipo de cosas raras en las personas, dar más importancia a ver al amor de
tu vida con otra, que a la muerte de tu propio hermano, ¿no crees? —Me aclara,
con tono seco, mientras cierra el parasol.
Me quedo mirándola
con cara de desprecio, arranco el coche y me pongo en marcha. Poco después, unas
calles más allá, he recapacitado sobre sus palabras y siento necesidad de
contestarle.
—Sara, de verdad.
¿Tú crees que estoy yo ahora para discusiones estúpidas o jueguecitos
psicológicos? Sí, esa niña está loca por mí, siempre lo ha estado, pero eso no quiere
decir que la tenga que dejar de lado por ti en un momento así, se siente segura
conmigo. Me necesita más que nunca, y no vas a conseguir que cambie de opinión,
—mi tono es seco, preocupado, producto de las miles de imágenes que me vienen a
la mente, de momentos con Héctor y Paula, y lo peor, los trozos del cuerpo de
Héctor siguen hablándome; me dicen que no confíe, que sea cauto, una y otra
vez, con personalidades distintas cada uno. Definitivamente, debo descansar.
—No, si yo no digo
nada. Sólo te digo, que más vale que me digas las cosas cómo son, es peor si
tengo que deducirlas por mí misma, y créeme… lo haré, —se cruza de brazos, como
una niña estúpida, es el primer gesto que veo en ella que no me ha gustado,
cosa que me parece de lo más normal, lo raro sería que fuese tan espléndida en
todo.
—Pues vaya, ¿no
dices nada? Entonces, ¿si dijeras algo, qué? —Contesto, atento a la carretera—.
Da igual, déjalo. Ya te lo he dicho, ya sabes lo que hay respecto a ella.
Mañana será el funeral. No vengas si no quieres. Necesito descansar, por favor,
no hagas que me sienta peor.
—Está bien, de
acuerdo. Lo siento mucho, cariño. A veces puedo ponerme un poco celosa, pero ya
está. Te daré un masaje cuando lleguemos a casa, para que descanses mejor, —me
dice, masajeando mi muslo derecho con su mano, y luego, acercándose y dándome
un beso en la mejilla, hecho que me deja más tranquilo y aliviado, pero no hace
que las voces de los trozos de Héctor desaparezcan de mi cabeza. ¿O es alguna
de las voces de mi ego? Ya no sé qué pensar. <<Horas de sueño, es
la solución>>, pienso.
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José Lorente.
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