Llegamos a mi barrio, el paseo de
la Petxina está desierto, son las dos y media de la madrugada. Mi cabeza ya no
puede más, las imágenes del accidente y los trozos de Héctor me han dificultado
un trayecto que en teoría era algo sencillo. Sara no ha vuelto a abrir la boca,
parece que ha entendido mi frustración en este momento, y doy gracias por ello.
Sólo me faltaba que una tía a la que apenas conozco, me estuviera martilleando
la cabeza con sus conjeturas de celos infundados.
Subimos en el
ascensor, en este momento, ella me mira de cerca, me abraza; es un abrazo de
comprensión, así lo percibo. La verdad es que, me viene bien que ella esté aquí
y me esté tratando de esta forma. Hace que me sienta querido y no solitario, a
veces la soledad me acecha desde lugares que nunca me espero.
—Venga, cielo. Te
daré un masaje para que te relajes del todo, —me dice mientras salimos del
ascensor.
—Te lo agradezco,
me vendrá bien, —contesto, palpando mis sienes con mi pulgar y dedo corazón,
mientras busco las llaves en el bolsillo del pantalón.
—Claro que sí, para
eso estoy aquí, para cuidarte, —añade, agarrando mis hombros por detrás del
cuello y apretando levemente.
Doy un pequeño
gemido de placer mientras abro la puerta. Enseguida me doy cuenta de que
alguien ha estado en mi casa, faltan varios cuadros, y la moqueta ha
desparecido. Han entrado a robar. Las llaves se precipitan de mi mano al suelo,
me quedo petrificado y mi grave situación emocional termina de desmoronarse del
todo. Caigo al suelo de rodillas, derrumbado y harto de este día para olvidar.
—Valentín, cariño.
No te preocupes, tendrás un buen seguro, ¿no? —Dice ella, adelantándose y
comprobando el posible desastre—. En el salón no falta nada, o eso parece, será
mejor que vengas a comprobarlo, —dice Sara en voz alta, desde el salón.
Termino de
lamentarme cuando un extraño sentimiento recorre mi cabeza y mi cuerpo. De
repente, noto como una fuerza me empuja hacia delante, levantándome y yendo a
comprobar todo lo que me han robado. Parece que ha sido un ladrón de arte, se
han llevado casi todas mis obras, hasta el cuadro Still Life with Old Shoe de Joan
Miró que me regaló mi padre cuando me independicé.
—¡Mierda! ¡Mierda y
más mierda! ¡¡¡Joder!!! —Ladro descontrolado, adentrando mis manos en mi
cabello ya de por sí revuelto. Sara se acerca.
—Vamos a la
policía. Quizá todavía los puedan pillar, —me dice.
—Uf, —resoplo, es
mi única contestación.
Subo corriendo a la
habitación, allí tengo mi caja fuerte, donde guardo dinero en efectivo y todas
mis claves de seguridad financiera, por suerte, parece que no la han
encontrado, no falta nada, ni siquiera el colgante de diamantes de mi abuela,
eso me alivia bastante, pero los cuadros, eso es otra historia. El seguro me
pagará todo, pero el valor que tenían esas obras para mí, no se puede pagar ni
con todo el dinero de un banco. <<¿Cómo es que no ha
sonado la alarma?>> Me pregunto,
atolondrado. Enseguida me doy cuenta de que no la conecté antes de salir,
debido a las prisas y el shock que llevaba en el cuerpo por la jodida noticia
que me había dado Paula. Sara aparece por la puerta de la habitación, despacio,
con el sigilo propio de un espía ruso.
—¿Vamos a la
policía? ¿Falta algo más? —Me dice, acercándose como una gatita que busca
caricias.
—Aquí no falta
nada, —le digo, cerrando la caja y ocultándola otra vez en su sitio—. Voy a ver
el resto de la casa.
—Vale. Esperemos
que no falte nada más, ya es bastante pérdida lo de tus obras de arte.
La miro con
expresión de rabia e impotencia, voy corriendo a las demás partes de la casa. Todo
está en orden. Me acerco al teléfono y marco el número de emergencias, éstos a
su vez, me pasan con el departamento de policía más cercano. Me comunican que
debo ir a comisaría a poner la denuncia y después me acompañarán a la casa para
comprobar lo que falta. Accedo a regañadientes, pensando que sería mejor que
ellos vinieran aquí antes, para que vieran con sus ojos lo que me han robado;
se lo explico. Me espetan que las cosas no funcionan así, que tienen un
protocolo que seguir, que al ser un robo sin violencia no pueden venir primero.
Normal que se les critique, me parece que su modo de actuar deja mucho que
desear para cualquier improvisto que te pueda pasar, eso sí, a la hora de
ponerte multas absurdas de aparcamiento, sí que actúan rápido, sí. Mi
frustración va en aumento. Agarro a Sara y vamos camino de la comisaría. Antes
de llegar al garaje, me detengo en la planta principal para preguntar al
portero si ha visto algo sospechoso, salimos del ascensor y mi sorpresa no
puede ser más grande. Nicolás no está en su puesto de trabajo habitual. Me
acerco al mostrador. Al llegar, me doy cuenta de lo que ha pasado. Está en el
suelo, amordazado, atado por completo e inconsciente. Salto el mostrador en un
acto reflejo y le doy varios achuchones fuertes que hacen que despierte. Me
mira y abre los ojos como si hubiese visto un fantasma, luego los cierra dos
veces y pone expresión de calma. Le quito la mordaza de un plumazo.
—Max, gracias a
Dios. Me han echado algo en los ojos, cuando he despertado, estaba así.
—¿Quiénes eran,
Nicolás? ¿Los has visto?
—Sí, pero no podría
reconocerles, llevaban pasamontañas. Iban vestidos de negro. Al verlos me he
asustado, no me ha dado tiempo de llamar a la policía. No he podido hacer nada,
Max, libérame de una vez.
—Tranquilo,
Nicolás. Ya está, tranquilízate. ¡Sara, llama la policía de nuevo y diles que
la situación ha cambiado, que ha sido un robo con violencia!
Ella está mirando
desde el otro lado del mostrador, asustada. Saca su teléfono para llamar,
entonces me pregunta:
—¿Dónde llamo? ¿A
qué número? —sus manos tiemblan.
—Noventa y seis,
tres, ocho, cinco… —salta Nicolás—. Lo conozco de memoria por si pasa algo,
—aclara.
—Muy bien, Nicolás,
muy bien, venga, ya falta menos para que estés libre, —felicito mientras
termino de desatarle manos y pies.
—¿Policía? Acabamos
de llamar, ha habido un atraco…
—Diles que ha
habido violencia, ¡díselo! ¡Maldita sea! —Grito, desbocado—. Dame el teléfono,
¡joder!
Sara me lo pasa, sus
ojos parecen temerme por los gritos que estoy dando, me doy cuenta de que la he
asustado y le hago un gesto tranquilizante con la mano, Nicolás queda libre en
el mismo momento en que he terminado de gritar, permitiéndome coger el
teléfono.
—Oigan, acabo de
hablar con la dirección general de policía. Me habían instado que fuese a
denunciar, pero la situación ha cambiado. Acabo de encontrarme al portero
amordazado y drogado por algún producto.
—De acuerdo, señor.
Dígame la dirección y mandaremos a la patrulla más cercana, —se escucha al otro
lado de la línea.
Se la digo y corto
la llamada. Nicolás está cerca de Sara, los dos me miran, con caras de susto,
como preguntándome lo que habían dicho. Comienzo a explicárselo, pero el ruido
de una sirena cercana responde por mí, haciendo que me calle, les hago un gesto
de prestar atención, indicándoles que esa sirena sería en respuesta a mi
llamada y que vendrían hacia aquí.
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José Lorente.
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