—Aquí su Beronia reserva,
señores, —interrumpe el camarero.
El silencio se
apodera de la escena. Nos llena las copas y se retira.
—¿Por dónde íbamos?
Ah, sí. Estaba en… mi clase de pilates,
como todos los días, —prosigue Sara.
—Ya, claro.
—Qué.
—No, nada. ¿Y qué
tal fue la clase? ¿Bien?
—Sí, genial.
Aunque, ahora que lo dices… me duele un poco el cuello, creo que me pasé
estirando en uno de los ejercicios. ¿Crees que podrás aliviarme? —Una mueca de
sensualidad acompaña su pregunta.
—¿Yo? ¿Cómo? No soy
masajista.
—No hace falta que
lo seas. Seguro que hay mil formas de hacer que no piense en el dolor de
cuello.
—Sí, bueno. Sé
varias formas pero, todavía no te has ganado que te las muestre.
—¿Ah, no? ¿Por qué?
¿Qué debería hacer para poder conocer tu faceta curativa?
—Verás, muñeca.
Quizá, ayer en el metro pude parecerte un chico fácil, pero de eso, tengo bien
poco. A mí hay que ganarme, conquistarme. ¿Sabes?, una de las mejores formas de
conseguir mi confianza, es mediante la honestidad. ¿Crees que podrías llegar a
cumplir eso?
—¿Por qué dices
eso? ¿Crees que te he mentido en algo? Tampoco me digas ahora, que no eres un
chico fácil. ¿Acaso crees que no me he dado cuenta de cómo me mirabas cada día
en el metro? Serías estúpido si pensaras que no era consciente de tu interés
por mí.
—¿Cómo? Yo no te
miraba, te estás equivocando.
—¿Ahora quién
miente a quién? Lo he visto con mis propios ojos, no mientas, —una sonrisa
confiada luce en su cara.
—Está bien, está
bien. Me has pillado, sí, te miraba. ¿Cómo no te iba a mirar, siendo como eres
de hermosa? Te miran todos los hombres, seguro. Pero, no cambies el rumbo de la
conversación. La que ha mentido eres tú. Confiesa, yo lo he hecho. Ayer no
estabas en tu clase de pilates,
—tampoco puedo dejar de sonreír, me gusta demasiado, me domina.
—Está bien. No fui
a pilates, no. Mi primo me llamó,
tuvo problemas con su novia, rompieron. Siempre que tiene problemas con esa
niñata, me busca para desahogarse. Estuvimos en un local de copas, hasta bien
entrada la noche. Hasta que fui a buscar a mis amigas para irme de viaje y
recibí la noticia del accidente.
—Ah. ¿Y por qué me
has dicho que estabas en pilates?
—¿Acaso eres
alguien tan importante como para darte explicaciones de mis cosas íntimas? Tú
mismo lo has dicho, hay que ganarse la confianza. Como verás, yo tampoco soy
una chica fácil y te estoy proponiendo pasar la noche contigo. ¿Te parece poco?
—Su semblante es algo más serio ahora.
—Vaya. A esto sí se
le puede llamar jaque mate, eso es lo que acabas de hacerme. Lo siento mucho.
Es que… estuve en el mismo local ayer por la tarde, te vi con ese chico y pensé
que me tomabas el pelo con lo del viaje y todo lo demás. Pensé que eras como la
mayoría que ha pasado por mi vida, mentirosas y despiadadas. No tengo mucha
confianza en las mujeres en general, aunque pienso que hay excepciones. Lo
siento, me equivocaba.
—No te preocupes,
hombre. Si has pasado malos momentos con chicas por culpa de mentiras y
desconfianzas, es muy normal que no te fíes de la primera que pasa. ¿Por qué
iba a ser yo diferente?
—¿Y por qué no?
—Vuelves a pecar de
ingenuo, no te das cuenta. Soy mujer, haces bien no fiándote, acuérdate
siempre.
—Señores. Sus
cangrejos de río adiamantados, con salsa de ostras, —interrumpe el camarero,
con el plato en una de sus manos mientras hace hueco en la mesa para dejarlo.
Esa última frase me
ha hecho pensar. Me he quedado mirándola con cara de ser un hombre que se ve
totalmente eclipsado, por la inteligencia de esa bellísima mujer, de ojazos
multicolor y pelo dorado, que tengo la suerte de que me acompañe en la mesa
para comer.
—¿Han decidido los señores
qué tomarán de primer plato? —Salta el camarero, que no puede apartar la vista
de encima de Sara.
—Yo sí, —contesta
ella—. Tomaré unos fideos de pescado. ¿Y tú, Valentín?
Estoy ensimismado,
la situación me ha dejado pensativo, tanto, que apenas puedo pensar en la
comida, y eso que estaba hambriento. Dada la interesante conversación, no he
tenido tiempo de mirar la carta, decido pedir algo que conozco de este sitio,
por no pedir más tarde y que traigan los platos separados.
—Eh… sí. Yo tomaré
chuletón a la brasa con setas variadas. Eso me vendrá de maravilla, —digo
sonriendo, con mis ojos clavados en los de Sara, ella sonríe y mira la copa de
vino para darle un trago, volviendo a estrellar sus ojos contra los míos.
—Muy bien, señores.
Enseguida vienen sus platos, buen provecho, —concluye el camarero,
marchándose—. Si desean algo, no tienen más que pedirlo.
—De acuerdo,
gracias, —contesto.
—Muchas gracias,
—dice Sara.
—Bueno, Valentín.
¿Me vas a decir qué es eso de cangrejos adiamantados o lo tengo que adivinar
también? Tiene una pinta exquisita, y brillan, ¿eh? Como diamantes. Menudos
destellos. Casi estoy pensando en colgarme uno al cuello y lucirlo por ahí,
—ríe, guasona.
—Sí, disculpa.
Claro que brillan, tienen un baño en una salsa a la que añaden polvo de
diamante. De ahí su nombre y su brillo, es de cajón.
—Lo había imaginado,
pero, ¿vamos a comer diamante? ¿Eso no será malo?
—No, mujer. Después
de comerlo, tendremos un precio algo superior al normal, ¿no? La moda antigua,
era llevar diamantes colgados, en anillos, relojes, pendientes y demás. Ahora
ya no, ahora lo que se lleva, es tenerlos dentro, como parte de ti, —sonrío,
proponiéndole un brindis con mi copa alzada.
—Qué ocurrente
eres, Valentincito. Chin, chin. Por
la honestidad.
—Sí, eso, y por la
vida.
Ella, parece saber,
que su habilidad psicológica me ha desconcertado. <<Parece que ha
soltado esa frase de la honestidad en el brindis a propósito>>, pienso, mientras
la miro con cara de estar acorralado por una exuberante mujer de elevada
intelectualidad.
—¿Por qué me miras
así? Parece que estás como pensativo.
—No, no. Te miro
normal, bueno, no, te miro como se mira a una mujer que es de las más hermosas
que han podido ver estos humildes ojos.
—Calla, bobo. Soy
normal. Seguro que habrás estado con chicas más guapas.
—Bueno… y lo bien
que hueles. Tu olor, tu perfume, es algo… maravilloso, hipnótico, tentador.
—¿Te está subiendo
el vino?
—Sí, un poco.
—Se nota. Vaya
frases románticas te salen, por mí no pares, ¿eh?
—Voy a parar, no
vaya a ser que te lo creas de verdad, —sonrío pícaramente.
—Anda, golfo. Vamos
a nutrirnos de diamantes a ver si se te pasa el vino.
—Me parece bien.
Probamos los
cangrejos. Poco después llegan los platos. Más tarde, el postre y el café. Ella
toma poleo, yo, café solo. Terminamos. Llega la cuenta y quiero invitarla; no
me deja bajo ningún concepto y pagamos a medias, es lo justo. Nos vamos del
local.
—Bueno, ¿y ahora,
qué hacemos? —Pregunto, agarrándola por la cintura y dándole un pequeño abrazo,
el primero de muchos que vendrán, o eso espero.
Ella responde,
agarrándome por detrás de la nuca. Nos miramos de cerca.
—No sé. Podemos ir
al cine, o a dar un paseo. O podemos montarnos el cine en tu casa, me da igual.
Sólo me apetece estar contigo, me siento tan a gusto, —dice ella, en tono
acaramelado.
—Y yo, guapa, y yo.
Vayamos al cine, me apetece. Hay una peli
que me gustaría ver, —contesto, medio intimidado.
—Me parece bien.
Nos soltamos,
deshaciendo ese momento tan cercano y cariñoso, y vamos dirección al cine. Mi
felicidad es acentuada, pocas veces alcanzable. Me fundo en alegría.
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José Lorente.
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