Veinte minutos después, llegamos
a mi casa. Son las ocho y cuarto de la tarde. El portero, un hombre latino de
entre treinta y treinta y cinco años, con traje de la empresa para la que
trabaja, nos abre la puerta, como es habitual.
—Buenas tardes,
Nicolás. ¿Qué tal ha ido? —Le digo, dejando pasar a Sara.
—Hola, —dice ella
vagamente.
—Hola, Máximo.
Hola, señorita…
—Sara, —le aclaro.
—Sara, sí. Pues,
bien… un día como otro cualquiera. Por cierto, ha venido su amigo… Héctor. Ha
preguntado por usted. No supe que contestarle, ayer no vino a casa. No sabía
dónde estaba usted.
Sara me mira
extrañada, <<¿será porque ha captado que anoche no dormí en casa? Seguro
que sí, es tan lista. Tendré que inventar alguna excusa>>, pienso antes de
contestar.
—Ostras, es verdad,
Héctor. Ha dicho que me llamaría, se le habrá olvidado.
—Yo sí me acordaba
de tu amigo. Pero no he querido decirte nada, es asunto tuyo, —añade Sara.
—Sí, es verdad. Es
problema mío. No pasa nada, le conozco bien. Si no ha llamado, es por algo.
Aunque debería haberle llamado yo. Habrá hecho otros planes. Bien, muchas
gracias, Nicolás, —le digo mientras presiono el botón del ascensor.
—Qué atento este
Nicolás, ¿no? Sabe cuándo duermes o no duermes en casa. Por una parte, eso está
bien, pero por otra… —dice Sara, haciéndome saber que sí, que se ha dado cuenta
de que anoche no vine a dormir.
—Sí, imagínate que
me pasa algo, este hombre enseguida alertaría a alguien, —respondo, mirando a
Nicolás mientras se abre el ascensor, él me mira sonriendo y haciendo un gesto
de despedida con su mano. No sabe que ha metido la pata. Le devuelvo el saludo,
sonriendo también, aunque mi sonrisa es irónica—. <<Ya podía haber
estado un poco más hábil, ostras. Me ve que llego con una chica a casa, suelta
que anoche no vine a dormir y se queda tan feliz. Estos panchitos>>, me dice la voz
interna.
—Sí, pero en este
caso, se ha equivocado. Te ha delatado, tío. A saber dónde fuiste anoche,
después de estar en el Nigth Jazz… —dice ella, con ese semblante femenino tan
arrollador, que muestran las mujeres cuando te han pillado una mentira.
—Bueno… eh… sí…
estuve con una amiga. También ha roto con su novio.
—Ya, y tú le
tendiste la mano para que saliera de esa situación, ¿la mano, o algo más?
Seguro que sí, fijo que te acostaste con ella para aliviar sus penas, —su
mirada me traspasa.
Creo que se me nota
que no quiero decir la verdad, no sé mentir. El ascensor abre sus puertas,
estamos en el décimo piso. Salimos.
—Eh… bueno, no me
acosté con ella, no. Sí me quiso tentar, pero me resistí, sólo es mi compañera
de trabajo, nada más. No es bueno mezclar los negocios con el placer.
—No es bueno, pero
te la cepillaste…
—¡Qué no! ¿Cómo
puedes estar tan segura de algo así? ¿Estabas ahí para saberlo?
—No me hace falta
estar, tus ojos te delatan. Piénsalo muy bien antes de mentirme sobre algo así.
De todos modos, da igual, no es asunto mío, ayer sólo era una chica con la que
hablaste unos minutos en el metro y unas cuantas frases por whats app, tampoco pasaría nada si
hubieses hecho eso. No creas que soy tan posesiva, yo diría que no tengo nada
de eso.
Me quedo mirándola,
asomando una leve sonrisa, <<me ha pillado, —pienso—,
será mejor que se lo diga>>, decido.
—Sí, me acosté con
ella. No pude resistirme a sus encantos, ¿contenta?
—Eso está mejor.
Pero ahora ya no soy sólo una conversación de chat, estoy aquí, contigo, y
quiero tener algo serio, o al menos, eso es lo que me haces pensar. Espero que
seas un hombre fiel y no tengamos que discutir por esa chica.
—No te preocupes,
eso está hecho. Ya le dije que te había conocido, y que esa sería,
posiblemente, la última vez. Además, ella también ha conocido a alguien
recientemente, —contesto, girando la llave en la cerradura de mi casa.
—Eso suena muy
bien, pero, ¿ha conocido a alguien y se acuesta contigo? ¿Qué clase de guarra
es esa?
—No es ninguna
guarra. Le ha conocido, pero nada más, como tú y yo más o menos, no hizo nada
malo.
—Ya, bueno, da
igual. Ella sabrá lo que hace con su vida y su cuerpo. Quiero centrarme en ti,
no hablemos de otras personas, ¿te parece?
—Me parece
perfecto. Bienvenida a mi humilde hogar, —respondo, colgando mi cargado llavero
de cuero negro, en el guarda llaves metálico que cuelga nada más entrar.
—Guau, de humilde
nada, tío. ¿Tú sabes lo bonito que es este lugar? No me extraña que tengas a
todas locas por ahí, con esta casa.
—Bueno, no me puedo
quejar, pero tampoco es nada del otro mundo.
—Ah, ¿no? ¿Y esa
moqueta de piel? ¿Y ese Picasso en medio del pasillo? ¿Y esa escultura del Discóbolo?
Este parqué color ceniza claro, es de los menos vistos. Por no hablar de la
calidad del mobiliario, es de primera. Te gusta el arte, ¿no? La armonía y el
buen gusto se funden entre sí. ¿Quién te ha decorado la casa?
—Sí, me encanta el
arte, ya lo ves. Nadie me la ha decorado, he sido yo mismo. Hice un curso
acelerado de interiorismo hace años.
—Ah, ¿sí? Yo
trabajo en eso. Diseño de interiores. Por cierto, no hemos hablado de nuestras
profesiones, ¿o sí?
—No, no lo hemos
hecho. Ha sido tan extraña la forma en que nos hemos conocido, que nos hemos
saltado las principales preguntas que suelen hacerse cuando conoces a alguien
por primera vez. Yo soy vendedor de seguros en un hotel de lujo, también tengo
un negocio familiar de piezas artísticas
de alto nivel cultural.
—¡Anda! Eso explica
que tengas tantas cosas. Auténticas, imagino.
—Imaginas bien.
—Pues, deja que te
diga, que tienes un gusto excelente para ser un hombre que vive solo. Y está
todo muy limpio y bien cuidado. Me encanta.
—Bueno, de eso se
encarga la asistenta cada semana, —sonrío—. Ven, mira, te enseñaré algo que
creo que te gustará, es una de mis pasiones. Cierra los ojos y no los abras
hasta que yo diga.
—Vale.
La agarro de la
mano y la llevo conmigo hasta una de las habitaciones que tiene mi ático
dúplex, después de subir por la escalera de baldosas individuales integradas en
la pared.
—Dijiste que te
gustan los animales, ¿no? Pues mira, ya puedes abrir los ojos.
—Oh… Pero, ¿qué
demonios tienes aquí?
—Es mi pequeño
trozo de selva particular. Ya que no puedo vivir en ella, me la monto en mi
casa.
—¡Estás loco! ¿Eso
es una serpiente? ¿Y eso? ¡Un loro!
—Sí, una serpiente
rey, o más comúnmente llamada, falsa coral. El otro es Rocco, un guacamayo de
alas azules, sabe hablar. Por ahí detrás estará su novia, Priscila.
Aparto unas hojas
de palmera en busca de ella y sale volando, posándose en mi hombro, Rocco la
sigue, gritando:
—Priscila, ¿dónde
vas? —a voces, apoyando sus garras en mi hombro también, al lado de su novia.
—Es impresionante.
Habla súper bien. ¿Qué más sabe decir?
—Uf, de todo.
—Cómo te quiero,
cómo te quiero, Priscila, —salta Rocco—. ¿Cuándo me darás un hijo? Quiero hijos
tuyos, quiero hijos tuyos.
Priscila se
remolonea con él, frotándose efusivamente con su cuello y picoteándole las
plumas.
—Guau. Qué galán,
como el dueño, —dice Sara, con una gran sonrisa, hipnotizada por mis dos amigos
alados.
—Hay más especies
aquí metidas. Desde ranas arbóreas hasta lagartos, y mira esto, —le digo,
señalando el pequeño río que fluye entre las plantas exóticas—. Este río
desemboca en mi propio mar, aquí hay especies de río pero en el mar, que está
en forma de acuario gigante en el salón, tengo mi propia barrera de coral. Al
bajar lo verás.
—Es increíble. ¿Y
todo esto lo has hecho tú?
—Yo lo diseñé, pero
no lo construí. Contraté a alguien para eso.
—No hubiese hecho
falta que me llevaras a ningún oceanográfico, lo tienes en casa.
—Sí, bueno, más o
menos. Es más pequeño, pero mucho más personal y diverso. Vamos, te enseñaré mi
mar.
—Me muero de ganas.
Bajamos al salón,
el acuario gigante parte la estancia en dos, quedándose en medio como una gran
pantalla de cine, viva y en movimiento. Los colores fluorescentes de peces y
corales brillan y destellan reflejos que chocan en todas partes.
—Qué maravilla,
—dice Sara, embobada.
—Sí, los amo tanto.
—Ven aquí, anda,
ahora vas a saber cómo se ama de verdad, —me dice, agarrándome del cuello de la
camisa, tirando hacia ella y plantándome un beso desatado, al que respondo con
mi lengua, en pie de guerra.
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José Lorente.
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