La noche se ha apoderado del día
hace rato, no sé la hora que es, tampoco me importa demasiado, sé que es sábado
y que tengo a mi lado a la mujer más impresionante que se ha cruzado en mi
vida. El taxi se mueve despacio, parece no querer llegar al destino nunca; mi
casa. Sara no despega la mano de mi muslo izquierdo.
—Sabes… Valentín.
Parecerá una tontería pero, estos paseos nocturnos en coche por la ciudad, me
encantan. Adoro imaginar las vidas que se esconden detrás de cada ventana
iluminada.
—¿Y por qué ha de
ser una tontería?
—No sé, pero pienso
que tampoco tiene mucha importancia. La gente se fija en cosas más
interesantes, supongo.
—Pues, te diré
algo; yo también disfruto pensando que esas luces en las ventanas albergan
vidas desconocidas y misteriosas. Cada casa, un mundo. Cada calle, miles de
historias diferentes, vividas por personas diferentes a lo largo de sus años de
vida.
—Vaya, eres un
filósofo, ¿no?
—¿Filósofo? No
creo. Sólo soy un chico muy curioso, al que le encanta fantasear sobre las
cosas que realmente son importantes, y las vidas ajenas, aunque sean eso,
ajenas, me parecen realmente importantes e interesantes.
—Es un tema
interesante, sí. A mí al menos me lo parece. ¿Qué conversación tendrán en esa
casa mientras cenan? —Dice, señalando un edificio en donde varias ventanas
están iluminadas—. ¿Qué pasaría ayer en esa calle? ¿Y en esta otra? ¿Qué…?
Un giro brusco del
taxi interrumpe la curiosidad de Sara. Nuestros cuerpos se mueven a velocidad
de vértigo sin control, la mano de Sara me aprieta el muslo fuerte para después
soltarlo de golpe. El coche derrapa de lado, el conductor lucha por hacerse con
el control. Seguidamente, un ruido espantoso y grotesco se escucha a pocos
metros de distancia, nuestro taxi se detiene en seco, cerca de estamparse
contra un banco de la acera, por el lado donde va sentada Sara.
—¿Estáis bien?
—Dice el taxista, girándose hacia nosotros.
Unos segundos de
silencio se apoderan del momento.
—S… sí, —contesto,
casi sin poder hablar—. ¿Tú estás bien? —Le pregunto a Sara, que me mira con
expresión, como si hubiese pasado un desfile de fantasmas por delante de ella.
—Creo que sí,
—contesta, llevándose la mano al pecho y dando un suspiro que no termina de
aliviar sus nervios.
Me agarra con la
otra mano por la muñeca, noto sus temblores trasladarse a mi brazo, llevo mi
otra mano para cubrir la suya, me doy cuenta de que estoy temblando como ella o
más.
—Bien, gracias a
Dios, —dice el taxista, abriendo la puerta para bajar del coche, le seguimos.
Al bajar, vemos lo que nos temíamos; un coche empotrado contra un árbol
frontalmente, el impacto ha sido tan brutal, que el coche se ha partido en dos
como si fuese una enorme mandíbula que quería comerse al árbol y se ha quedado
en el intento. Una mujer yace en el suelo, varios metros por delante del
siniestro y un hombre, al parecer el conductor, se ha esclafado contra el
árbol, dejando pegadas ahí partes de su cuerpo, el hombre está en el suelo,
destrozado, apenas se reconoce que es una persona. Un poco más allá, un corro
de gente rodea algo, quizá es alguien herido. La gente se ha quedado en shock
como nosotros. El tráfico se ha detenido y en pocos segundos se escuchan
sonidos de sirenas próximas en las calles. Sara no me ha soltado el brazo desde
que hemos salido del taxi, su mano ejerce una presión que va cada vez a más,
llega hasta a hacerme algo de daño, que no lo es tanto en estas condiciones. Cuando
vemos el amasijo de hombre y la sangre por todas partes, oculta su rostro en mi
pecho. El taxista camina hacia la escena, con las dos manos puestas sobre su
cabeza.
—Pero, ¿qué ha
pasado? —Le pregunto, cuando ya siento que puedo volver a articular palabras.
—Pues… no estoy
seguro, pero creo que ese hombre se ha saltado el semáforo, lo he podido
esquivar de milagro. ¡Pero, por Dios, mira lo que ha pasado! ¡Mira aquella
mujer! ¿La habrá atropellado? —Responde sin mirarme directamente a la cara.
—No lo sé, pero,
por la sangre que hay a su alrededor, parece que está muerta también.
—¡¿No me digas?!
Máximo, vámonos, no puedo con esto, me estoy mareando, —dice Sara, oculta
todavía en mi americana.
—No podemos irnos
todavía, Sara. Tendremos que esperar a que vengan las autoridades, no podemos
irnos sin más.
—¿Por qué?
—Responde, aterrorizada.
—No lo sé, pero creo
que es lo correcto.
—No creo que haga
falta que os quedéis, el que conducía era yo, vosotros no estáis implicados en
el accidente, tampoco parece que haya que asistir a nadie. Iros si ella se
encuentra tan mal, hombre, —dice el taxista, que escuchaba lo que hablábamos.
—¿Sí? ¿Tú crees?
—Le digo—. ¿Allí no habrá alguien herido? —Pregunto, señalando el tumulto de
gente arremolinada alrededor de algo.
—No lo sé, pero ya
hay bastante gente. Marchaos. Yo me encargaré de declarar si hace falta. Si
estáis bien, claro.
—Sí, sí, yo estoy
bien, gracias, vámonos, por favor, Máximo, —contesta Sara, envuelta en un
temblor considerable.
—Vale, está bien,
tranquila, nos vamos. Muchas gracias, señor, —le digo al taxista—. ¿Qué le
debo?
—Nada, hombre, sólo
faltaba… Habéis estado en peligro en mi taxi, ¿qué demonios? No, hombre, no. Ya
es suficiente.
—Está bien, muchas
gracias, señor. Suerte.
—De nada, hombre.
—Adiós.
—Hasta luego,
—añade Sara.
Damos media vuelta
y caminamos en dirección a… no sabemos dónde todavía. Ella no ha podido
descubrir su cara aún, su mano ha dejado de hacer tanta presión en mi brazo,
pero no del todo. Andamos y andamos hasta que estamos lo suficientemente lejos
del sitio, tres ambulancias han pasado por nuestro lado, haciendo que revivamos
el angustioso momento. Sara, al fin, saca su cara de mi pecho, pero no dice
nada, sigue cogiéndome del brazo, con la cabeza apoyada en mi hombro. No me
gusta verla así, parece que le ha afectado demasiado. En la misma acera por la
que caminamos, se acercan en sentido opuesto una madre con su hijo, que lleva
tres globos de helio, uno de cada color; rojo, verde y amarillo. El niño, de
unos cuatro años, está mirando a Sara fijamente, parece preocupado. <<¿Puede ser que un
niño tan pequeño, pueda percibir la tristeza que refleja Sara?>> Me pregunto.
Cuando está a nuestra altura, mis dudas se despejan.
—Señora, te regalo
un globo, ¿qué color te gusta? —Dice el niño, deteniendo a su madre en el acto.
—Tomás, deja a la
señora, —le dice su madre.
—Mami, parece triste, quiero regalarle
uno de mis globos, para que esté feliz, —insiste el chico.
Sara y yo nos
paramos, asombrados por la lucidez de un niño tan joven.
—Tranquila, señora.
No me molesta. Tomás, me gusta el color amarillo, no hace falta que me lo
regales, eres muy amable, pero quédate tú con tu globo, seguro que lo disfrutas
más que yo, —dice Sara, dejando asomar una sonrisa, cosa que a mí, me
tranquiliza bastante.
—Pero, yo quiero
que lo tengas, a mí me ha alegrado mucho cuando me los ha comprado mi madre, me
gustaría que te alegrase a ti también, te he visto tan triste, —replica el niño
que, con su inocente cara, está haciendo que a Sara se le olvide el horrible
suceso que acabamos de presenciar.
—No, Tomás, guapo,
insisto. Muchísimas gracias, pero quédatelo, ya me has alegrado bastante. Eres
muy amable, —dice Sara, agachándose y dándole un beso en la mejilla.
—Bueno, como
quieras. Luego no digas que no te lo ofrecí, —contesta el niño, algo
avergonzado, por recibir el beso de una mujer tan hermosa.
—Eres un artista, muchacho,
—le digo.
—A ti no te lo doy,
era para tu novia, que es muy guapa, —contesta Tomás, escondiéndose un poco
detrás de su madre, mirándome con una mueca de enfado.
Su madre, Sara y yo,
rompemos a reír enérgicamente.
—Eres muy especial,
Tomás, —le dice Sara—. Realmente lo es, —continúa, dirigiéndose a su madre, que
lo mira orgullosa.
—Sí, es un granuja,
—replica ella—. Anda, vamos a casa, diles adiós, nos espera papá, —le dice al
pequeño.
—Adiós, guapa.
Adiós, feo. —Dice el pícaro niño, comenzando a andar.
—Adiós, cuídate,
bombón, —se despide Sara.
—Hasta luego,
—digo.
Seguimos nuestro
camino. Ese pequeño granuja nos ha alegrado un poco, haciendo que no pensemos
en el accidente. Nos hemos relajado. Le propongo ir caminando a casa, no queda
demasiado lejos, ella acepta. Continuamos andando por la noche valenciana en
busca de la tranquilidad de mi hogar, que nos espera ansioso de tener nuestra
compañía.
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José Lorente.
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