Respondo a la llamada.
—Hola, ¿ya estás
aquí?
—Sí, ¿dónde estás
exactamente?
—Estoy sentado en
el muro de la parada del metro.
—Ah, pues voy a
salir justo por ahí.
—Vale, aquí te
espero.
—Bien, ciao.
—Hasta ahora.
Guardo el móvil y
me pongo de pie, delante de las escaleras que salen del metro. Una notable
brisa sale del interior golpeando mi cara. La gente comienza a aparecer, mi
olfato detecta el dulce aroma de mujer, ese que me llevó a fijarme en ella por
primera vez. Sara aparece, es como si alrededor de ella brillara un halo de
luz, la gente que camina a su lado parece desaparecer, sólo está ella. Lleva
unos vaqueros de pitillo color azul claro, rotos y desgastados, unos tacones
negros y un abrigo inglés color crema hasta las rodillas; el pelo suelto le
cubre los hombros y el pecho parcialmente; un bolso negro y grande cuelga de su
brazo medio flexionado. No puedo dejar de mirarla. Levanta la cabeza antes de
comenzar a subir las escaleras, me ve, sonríe
y con una mano se toca el pelo. <<Qué bella es>>, me digo. Llega
hasta mí, su aroma envuelve mi ser completamente mientras nos saludamos,
besándonos las mejillas. Sonreímos como dos adolescentes que tienen su primera
cita.
—Bueno, aquí me
tienes, —dice ella, tocándose la melena con gesto elegante.
—Sí, me apetecía
mucho poder verte y hablar tranquilamente.
—Eso está bien.
¿Vamos?
—Sí, necesito un
vaquero, una camisa blanca, un cinturón de vestir y un abrigo. Siempre está
bien la opinión de una mujer.
—Sí, claro, yo te
asesoro. Yo necesito, tacones, medias, faldas, abrigo, vaqueros, gafas,
pulseras, pendientes y algún perfume. No tengo de nada.
—Anda ya. Seguro
que tienes el armario, que no te cabe nada más.
—La verdad es que
sí, pero no me gusta demasiado lo que tengo. Necesito renovar ya.
—Que enfermedad
tenéis las mujeres con la moda, Dios.
—Y los hombres con
el sexo y no te digo nada, ¿o prefieres que te diga?
—No, no, tranquila,
está bien así. Necesitas mucha ropa, mucha. Toda la que puedas comprar. Es más,
me han dicho que los tráiler que llegaron ayer, son todos para ti, —digo con
cara de pillo.
—Qué tonto estás,
—contesta riéndose.
—Sí, estoy todo lo
tonto que tú quieras que esté. ¿Vamos o nos quedamos aquí? A mí no me importa.
—Vamos, vamos,
Valentín, picarón.
Vamos a la tienda
de ropa en la que suelo comprar casi todas mis prendas. Encuentro todo lo que
buscaba, ha sido fácil elegir teniendo la cartera llena. Ahora vamos a por sus
compras. En este momento, un hombre debe saber armarse de paciencia y saber
estar, de lo contrario, la mujer a la que acompaña, puede convertirse en un
arma de doble filo, dispuesta a rajarte la yugular si no colaboras.
Soy como una mula
de carga, soporto el peso de varias bolsas, me llaman al móvil, para cogerlo
tengo que hacer verdaderos malabarismos. Es mi mejor amigo, Héctor. Sara me
mira y me echa una mano con las bolsas, para que pueda atender la llamada.
—Cógelo, anda, —me
dice mientras me quita peso de las manos.
—Gracias,
—contesto—. Dime, Héctor.
—¿Qué pasa, Max?
¿Qué haces? ¿Te apetece que vayamos a tomar unas cervecitas mañaneras, o qué?
—Pues… me
encantaría. Pero no puedo, estoy en el centro con una amiga, de compras. Si
quieres, esta tarde te digo algo.
—¿Qué amiga? ¿Desde
cuándo vas tú de compras con amigas? Eso es nuevo. ¿Quién es? No será esa del
metro, ¿no?
—Luego hablamos,
mejor. Ahora estoy un tanto ocupado, o mejor dicho, cargado.
—Bueno, venga. Esta
tarde te llamo de nuevo. Hablamos.
—Vale, hasta luego,
Héctor, gracias. Un abrazo.
—Adiós.
Sara me mira
sonriendo, mientras agarra en sus manos una nueva falda que llevarse al
probador. Parece que ha estado atenta a la conversación.
—¿Sabes? Siempre es
bueno tener amigos, y si son de los que te llaman para tomar cervezas un sábado
por la mañana, mucho mejor.
—Sí, estoy de
acuerdo. Lamentablemente, de esos hay muy pocos. Conforme van pasando los años,
quedan menos. ¿Cuántas amigas de esas tienes tú? Apuesto a que no superas las
cinco.
—Es verdad, yo
diría que sólo tengo dos. ¿Y tú?
—Yo tengo tres, el
que ha llamado, es uno de ellos.
—Pues qué bien. Eso
quiere decir que eres un chico sociable, me gusta.
—Claro, me encanta
estar con amigos. Tomar unas cervezas y reír. Para mí, es un poco la esencia de
la vida.
—No puedo estar más
de acuerdo.
—Oye. ¿Te apetece
que comamos juntos?
—Sí, ¿por qué no
iba a apetecerme?
—No sé, yo sólo
pregunto.
—Muy bien, eres
educado, ¿eh? ¿Dónde te apetece comer?
—Bueno, viendo el
día tan soleado que ha salido, apetece comer en alguna terraza. ¿Te parece?
—Eso es perfecto,
estaba pensando lo mismo.
—Vale, conozco un
sitio que te encantará.
—Seguro que sí.
Visitamos varias
tiendas más y llega la hora de comer. Mi estómago pide a gritos algo sólido y
consistente que llevarme a la boca. Hace rato que estoy pensando en la comida,
en el sitio ese que me encanta. No está muy lejos, podemos ir andando.
Llegamos al lugar,
cargados con bolsas, algo cansados, con hambre y sedientos. Es un restaurante
en una de las calles céntricas de la ciudad. Sus mesas y sillas de mimbre
blanco brillan al sol, cubiertas por sombrillas enormes de color blanco
también. En cada mesa, hay una vela de diferente diseño; unas planas y negras;
otras altas y grises; otras doradas y ovaladas, y así, varios modelos y
colores. Los camareros visten traje negro con delantal del mismo color y
pajarita blanca. Nos sentamos en una de las mesas libres, una que recibe una
cantidad considerable de sol, hace frío y se agradece. Llega el camarero, nos
trae la carta y nos pregunta qué queremos beber.
—¿Te gusta el vino?
—Le pregunto a Sara.
—Me encanta el
vino.
—Vale, ¿te importa
que elija yo?
—Para nada. Por
favor, escoge. Yo no entiendo mucho, tú sí, ¿verdad?
—Bueno, algo
entiendo, sí, —contesto, guiando mi atención hacia el camarero. Tomaremos un Beronia,
reserva de 2006.
—De acuerdo,
señores. Ahora les tomo nota de la comida. Les sugiero nuestra especialidad en
tapas: cangrejo de río adiamantado, con salsa de ostras.
—¿Eso qué es?
—Pregunta Sara.
—No te preocupes,
ahora lo verás. Pónganos una de cangrejos, mientras decidimos los platos
principales, —le digo al camarero.
—Muy bien,
—contesta éste, retirándose a cocina.
—Max. ¿Te puedo
hacer una pregunta?
—Sí, claro. Dime.
—¿Crees que
podríamos pasar el fin de semana juntos?
—¿Cómo?
—No hagas que esto
sea más difícil para mí. Ya me has oído. ¿Te gustaría?
—Claro que me gustaría
pero, ¿no es un poco precipitado? ¿No sois vosotras las que siempre decís, que
os gusta esperar un poco antes de pasar una noche juntos?
—Sí, Valentín, eso
es lo normal pero, yo no soy una chica normal, ¿o es que no te has dado cuenta
ya?
—Bueno, diciéndome
estas cosas, puedo llegar a esa conclusión, sí. Hacemos una cosa. Vamos a dejar
que las cosas vayan por su camino. De momento, estoy de acuerdo en compartir mi
fin de semana contigo. Supongo que seguiré igual. Ahora, ¿te puedo hacer yo
otra pregunta a ti?
—Sí, por supuesto.
—¿Qué hacías ayer
por la tarde, a eso de las ocho y media?
—¿Por qué preguntas
eso?
—Por curiosidad.
¿Puedes responderme?
—Sí, claro que
puedo. Estaba en…
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José Lorente.
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