Empujó la puerta de la
habitación, su mirada reflejaba el temor del alma, sus movimientos estaban ralentizados
por ese temor agudo, incontrolable e inusitado que le terminaba de provocar un
espeluznante sonido de voces que provenía del interior. Era su habitación, y,
desde hacía días, en casa no había nadie más que ella. Al otro lado, la
oscuridad dictaba su usual armonía escandalosa e incierta. Las voces pararon
tan pronto como la puerta comenzó a gruñir cual bisagra oxidada y vieja. No
sabía muy bien si avanzar o salir corriendo de aquel agujero de misterio y miedo
puro. Pero un empuje anormal la mandó adentro de un soplo infeliz. La puerta se
cerró tras de sí, dejándola a merced de las sombras, de la incertidumbre más
pesarosa. Prendió la luz pero no funcionó, la histeria comenzaba a tener efecto
en su mente y sus actos, dando palmadas desesperadas en aquel interruptor que
jamás había dejado de funcionar. Las voces sonaron de nuevo, esta vez
inteligibles, cercanas y reales.
—Pasa, Paola, no te quedes ahí. Te estábamos esperando, —esa voz sonaba
dulcemente diabólica, pero agriamente tentadora.
Paola trató de articular palabra para preguntar qué estaba ocurriendo, pero
su voz era inexistente, de su boca sólo manaba aire sin un código audible. Se
asustó más si cabía.
—¿Qué te pasa, Paola? ¿No quieres jugar con nosotras? —Esta voz era más
aterradora; una mezcla de voces rasgadas e intrincadas.
—Tú lo pediste, pediste que te trajésemos aquí, ¿recuerdas? —esa voz era familiar
aunque peliaguda y molesta incluso—. Pediste reunirte con nosotros en tu
habitación, como en los viejos tiempos, como en tu niñez. Ahora no te escondas,
no temas, no intentes huir. Eres nuestra para siempre, como siempre.
Paola recordó el tremendo esfuerzo que había desempeñado en pedirle a los
cielos que sus padres y sus dos hermanas volvieran, o que la llevaran con
ellos. Hacía dos semanas que habían muerto en la carretera.
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José Lorente.
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