Recuerdo aquella mañana de
verano; la brisa era fresca y abrazaba mi cara con esa delicadeza satisfactoria
que sólo un airecillo así puede provocar. A mi espalda una mochila con un
ordenador portátil, tres libros, un bocadillo de jamón y queso y una botella de
agua.
El callejón era peatonal, estrecho, de cabida unipersonal, con una pared
blanca a la derecha que se alzaba por encima de mi cabeza, llena de macetas repletas
de vida floral. A mano izquierda, pequeñas puertas antiguas de casas de pueblo
con fachadas blancas también. Yo iba a alguna parte de aquel modesto pueblo de
interior, no recuerdo adonde. Estaba de escapada solitaria en uno de mis
grandes momentos de creatividad absoluta; me daba por viajar a solas a pueblos
remotos, escondidos entre montañas colosales y verdes.
Una de esas puertas llamó mi atención al encontrarse abierta de par en par.
Asomé mi rostro con curiosidad y caí en la cuenta de que aquella casa no era
una casa cualquiera. Se trataba de una pequeña tienda de antigüedades, allí,
encalada en medio de la nada, en aquel callejón escondido de aquel pueblo
pequeño.
Mi atención fue guiada minuciosamente desde el momento en que asomé;
primero, el teléfono antiguo, después los candelabros, luego los butacones, las
pistolas en la pared, y, las máquinas de escribir antiguas. Sí, llevaba tiempo
queriendo encontrar una de esas, por puro coleccionismo, pero nunca me había
puesto en marcha para conseguirla. Y aquel día, sin más, esas reliquias de
cultura antigua estaban ante mí, alzándose majestuosas, con sus colores negros
y sus teclas circulares.
No tardé en adentrarme en aquella tiendecilla de poco más de treinta metros
cuadrados de expansión, llena de miles de trastos amontonados cuidadosamente.
Pero mi atención ya estaba fijada sobre un objetivo claro, las máquinas de
escribir.
Me paré delante de ellas, había cinco exactamente. Todas muy similares y
asimismo dispares. Y sin saber por qué, una de ellas, la que estaba en medio de
todas, no dejaba que mis ojos se apartasen de ella. Era como si fuese la reina
de aquel grupo de máquinas. Como si les estuviese diciendo a las demás, que era
ella a quién tenía que llevarme a casa.
Un carraspeo tras de mí me trajo de nuevo al mundo real después de haber
estado pensando en un mundo en donde las máquinas de escribir tenían vida
propia, y hasta jerarquía.
—¿Puedo ayudarle, señor? —Me preguntó aquella dama, posiblemente dueña del
local y la casa entera; una joven guapa, dulce y con expresión alegre y
simpática, con grandes ojos meleros y pelo liso y claro. Vestía traje acorde
con la tienda. Parecía más bien una empleada de una posada antigua que de una
tienda del siglo XXI.
—Eh, sí. Verá, señorita. Hace tiempo que ando buscando una de estas
máquinas de escribir. Y hoy, las he visto aquí, por casualidad. Esa en
concreto, —dije, señalando la «reina» de las cinco—, me ha llamado mucho la
atención.
—Y tiene un gusto excelente, señor. Esa máquina data del año 1879, una
Remington, de las primeras en la historia.
—¿Y su precio?
—No tiene precio. Nada aquí tiene precio. Esto es el museo de antigüedades
del pueblo. Aquí todos los vecinos han aportado alguna pieza, para el disfrute
de lugareños y turistas, —la bella señorita sonreía con la delicadeza que su
fina piel le permitía.
—Entiendo. ¿Y qué podría hacer yo para poder disfrutar de esta reliquia?
Soy escritor y me muero de ganas por tener una pieza así en mi vitrina.
La chica acentuó su sonrisa, hizo ademán de coqueteo y dijo:
—Bueno… verá, señor. No puede llevarse la máquina a casa. Va en contra de
las reglas del museo y del pueblo entero. Sólo se me ocurre una cosa que puede
hacer para poder disfrutar de esta joya.
—¿Qué cosa?
—Hay un trabajo disponible en el museo. Yo sola no puedo hacerme cargo de
todo. Hay que limpiar, hay que restaurar. Yo lo hago con mucho gusto, pero
tardo demasiado y las obras se quedan meses en la trastienda sin ser vistas ni
reparadas. Sería un lujo que un escritor me ayudara en todo eso.
—¿Cómo? Pero, yo soy de lejos. Vivo en una ciudad. Este pueblo no está
demasiado comunicado, está lejos de la civilización.
—¿Y no es eso lo que siempre buscan los escritores, calma y soledad?
Esa pregunta me hizo reflexionar un instante. Realmente sí me había
planteado más de una vez buscarme la vida en algún pueblo lejano y escondido
del mundo donde poder dar forma a mis escritos en la mayor calma. Pero no lo
había pensado con la seriedad con la que aquella joven me lo estaba planteando.
Por otro lado, aquello parecía una invitación al placer más exquisito, ya no
sólo de poder disfrutar de aquella máquina de escribir a diario, sino de poder
disfrutar de aquella hermosa dama a cada hora. Y ella parecía estar insinuando
algo así. No sé, tenía mis dudas en aquel momento sobre eso último. Unas dudas
que se disiparon en cuanto la joven volvió a abrir la boca.
—¿Acaso a un escritor apuesto y varonil como tú no le gustaría vivir
acompañado de esta doncella cada día?
Mis ojos se abrieron como rodajas de queso de cabra. Sin duda estaba
insinuando cosas que iban más allá del mero trabajo en el museo, y supe que mi
intuición seguía bien aguda. Y la Remington de finales del siglo XVIII parecía
susurrar que me quedase allí, con ellas, y las pistolas parecían envalentonarse
y levantar sus cañones cual caballo enloquecido. Y la muchacha me miraba con
cierta magia y ojos chispeantes. Y la vida se detuvo en un suspiro de recuerdos
grandes y pequeños, de pasiones vividas y perdidas. Y mi boca sin pensar
demasiado dijo:
—¡Acepto!
Y años después aquí estoy, escribiendo estas líneas con la Remington
antigua, con Celia en la trastienda restaurando una butaca que trajo ayer la
señora Larga. Y Pedro y Ana, hijos de Celia y míos, estudiando en el colegio de
un pueblo cercano.
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José Lorente.
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