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miércoles, 26 de febrero de 2014

La niña que pensaba en marionetas

En el pequeño teatro, de una pequeña localidad, de un gran país, tenía lugar un espectáculo de muñecos de trapo. Lucía, una niña de seis años, estaba sentada entre el público, observando embebida aquel curioso espectáculo.


    Las marionetas bailaban, gritaban, lloraban, reían, <<¿cómo es posible que puedan hacer todo eso? Si son de trapo>>, pensaba Lucía con la boca abierta.


    Después de la función, volvió a su casa, de la mano de su inseparable madre. Al llegar quiso saber más sobre lo que había visto.


    —Mamá, ¿cómo pueden hablar unos muñecos?


    —Es la magia del teatro, hija. Allí, todo es posible.


    —Pero, ¿por qué mis muñecas no hablan?


    —Porque no están en el teatro.


    Lucía se quedó meditando largo rato; quería que sus muñecas hablaran e hicieran todo lo que había visto en el teatro. Se fue a jugar con ellas, pero nunca cobraron vida. Les recreó un mini teatro, pero aquellas siguieron sin hacer nada. Lucía se enfadaba cada vez que sus muñecas no cobraban vida. Hasta que un día, el milagro ocurrió, después de dos años tratando de recrear el ambiente exacto al del teatro, las muñecas al fin despertaron de su letargo y comenzaron a hablar con

domingo, 1 de diciembre de 2013

Perfume. Capítulo 20

—Aquí su Beronia reserva, señores, —interrumpe el camarero.


El silencio se apodera de la escena. Nos llena las copas y se retira.


—¿Por dónde íbamos? Ah, sí. Estaba en… mi clase de pilates, como todos los días, —prosigue Sara.


—Ya, claro.


—Qué.


—No, nada. ¿Y qué tal fue la clase? ¿Bien?


—Sí, genial. Aunque, ahora que lo dices… me duele un poco el cuello, creo que me pasé estirando en uno de los ejercicios. ¿Crees que podrás aliviarme? —Una mueca de sensualidad acompaña su pregunta.


—¿Yo? ¿Cómo? No soy masajista.


—No hace falta que lo seas. Seguro que hay mil formas de hacer que no piense en el dolor de cuello.


—Sí, bueno. Sé varias formas pero, todavía no te has ganado que te las muestre.


—¿Ah, no? ¿Por qué? ¿Qué debería hacer para poder conocer tu faceta curativa?


—Verás, muñeca. Quizá, ayer en el metro pude parecerte un chico fácil, pero de eso, tengo bien poco. A mí hay que ganarme, conquistarme. ¿Sabes?, una de las mejores formas de conseguir mi confianza, es mediante la honestidad. ¿Crees que podrías llegar a cumplir eso?


—¿Por qué dices eso? ¿Crees que te he mentido en algo? Tampoco me digas ahora, que no eres un chico fácil. ¿Acaso crees que no me he dado cuenta de cómo me mirabas cada día en el metro? Serías estúpido si pensaras que no era consciente de tu interés por mí.


—¿Cómo? Yo no te miraba, te estás equivocando.


—¿Ahora quién miente a quién? Lo he visto con mis propios ojos, no mientas, —una sonrisa confiada luce en su cara.


—Está bien, está bien. Me has pillado, sí, te miraba. ¿Cómo no te iba a mirar, siendo como eres de hermosa? Te miran todos los hombres, seguro. Pero, no cambies el rumbo de la conversación. La que ha mentido eres tú. Confiesa, yo lo he hecho. Ayer no estabas en tu clase de pilates, —tampoco puedo dejar de sonreír, me gusta demasiado, me domina.


—Está bien. No fui a pilates, no. Mi primo me llamó, tuvo problemas con su novia, rompieron. Siempre que tiene problemas con esa niñata, me busca para desahogarse. Estuvimos en un local de copas, hasta bien entrada la noche. Hasta que fui a buscar a mis amigas para irme de viaje y recibí la noticia del accidente.


—Ah. ¿Y por qué me has dicho que estabas en pilates?


—¿Acaso eres alguien tan importante como para darte explicaciones de mis cosas íntimas? Tú mismo lo has dicho, hay que ganarse la confianza. Como verás, yo tampoco soy una chica fácil y te estoy proponiendo pasar la noche contigo. ¿Te parece poco? —Su semblante es algo más serio ahora.


—Vaya. A esto sí se le puede llamar jaque mate, eso es lo que acabas de hacerme. Lo siento mucho. Es que… estuve en el mismo local ayer por la tarde, te vi con ese chico y pensé que me tomabas el pelo con lo del viaje y todo lo demás. Pensé que eras como la mayoría que ha pasado por mi vida, mentirosas y despiadadas. No tengo mucha confianza en las mujeres en general, aunque pienso que hay excepciones. Lo siento, me equivocaba.


—No te preocupes, hombre. Si has pasado malos momentos con chicas por culpa de mentiras y desconfianzas, es muy normal que no te fíes de la primera que pasa. ¿Por qué iba a ser yo diferente?


—¿Y por qué no?


—Vuelves a pecar de ingenuo, no te das cuenta. Soy mujer, haces bien no fiándote, acuérdate siempre.


—Señores. Sus cangrejos de río adiamantados, con salsa de ostras, —interrumpe el camarero, con el plato en una de sus manos mientras hace hueco en la mesa para dejarlo.


Esa última frase me ha hecho pensar. Me he quedado mirándola con cara de ser un hombre que se ve totalmente eclipsado, por la inteligencia de esa bellísima mujer, de ojazos multicolor y pelo dorado, que tengo la suerte de que me acompañe en la mesa para comer.


—¿Han decidido los señores qué tomarán de primer plato? —Salta el camarero, que no puede apartar la vista de encima de Sara.


—Yo sí, —contesta ella—. Tomaré unos fideos de pescado. ¿Y tú, Valentín?


Estoy ensimismado, la situación me ha dejado pensativo, tanto, que apenas puedo pensar en la comida, y eso que estaba hambriento. Dada la interesante conversación, no he tenido tiempo de mirar la carta, decido pedir algo que conozco de este sitio, por no pedir más tarde y que traigan los platos separados.


—Eh… sí. Yo tomaré chuletón a la brasa con setas variadas. Eso me vendrá de maravilla, —digo sonriendo, con mis ojos clavados en los de Sara, ella sonríe y mira la copa de vino para darle un trago, volviendo a estrellar sus ojos contra los míos.


—Muy bien, señores. Enseguida vienen sus platos, buen provecho, —concluye el camarero, marchándose—. Si desean algo, no tienen más que pedirlo.


—De acuerdo, gracias, —contesto.


—Muchas gracias, —dice Sara.


—Bueno, Valentín. ¿Me vas a decir qué es eso de cangrejos adiamantados o lo tengo que adivinar también? Tiene una pinta exquisita, y brillan, ¿eh? Como diamantes. Menudos destellos. Casi estoy pensando en colgarme uno al cuello y lucirlo por ahí, —ríe, guasona.


—Sí, disculpa. Claro que brillan, tienen un baño en una salsa a la que añaden polvo de diamante. De ahí su nombre y su brillo, es de cajón.


—Lo había imaginado, pero, ¿vamos a comer diamante? ¿Eso no será malo?


—No, mujer. Después de comerlo, tendremos un precio algo superior al normal, ¿no? La moda antigua, era llevar diamantes colgados, en anillos, relojes, pendientes y demás. Ahora ya no, ahora lo que se lleva, es tenerlos dentro, como parte de ti, —sonrío, proponiéndole un brindis con mi copa alzada.


—Qué ocurrente eres, Valentincito. Chin, chin. Por la honestidad.


—Sí, eso, y por la vida.


Ella, parece saber, que su habilidad psicológica me ha desconcertado. <<Parece que ha soltado esa frase de la honestidad en el brindis a propósito>>, pienso, mientras la miro con cara de estar acorralado por una exuberante mujer de elevada intelectualidad.


—¿Por qué me miras así? Parece que estás como pensativo.


—No, no. Te miro normal, bueno, no, te miro como se mira a una mujer que es de las más hermosas que han podido ver estos humildes ojos.


—Calla, bobo. Soy normal. Seguro que habrás estado con chicas más guapas.


—Bueno… y lo bien que hueles. Tu olor, tu perfume, es algo… maravilloso, hipnótico, tentador.


—¿Te está subiendo el vino?


—Sí, un poco.


—Se nota. Vaya frases románticas te salen, por mí no pares, ¿eh?


—Voy a parar, no vaya a ser que te lo creas de verdad, —sonrío pícaramente.


—Anda, golfo. Vamos a nutrirnos de diamantes a ver si se te pasa el vino.


—Me parece bien.


Probamos los cangrejos. Poco después llegan los platos. Más tarde, el postre y el café. Ella toma poleo, yo, café solo. Terminamos. Llega la cuenta y quiero invitarla; no me deja bajo ningún concepto y pagamos a medias, es lo justo. Nos vamos del local.


—Bueno, ¿y ahora, qué hacemos? —Pregunto, agarrándola por la cintura y dándole un pequeño abrazo, el primero de muchos que vendrán, o eso espero.


Ella responde, agarrándome por detrás de la nuca. Nos miramos de cerca.


—No sé. Podemos ir al cine, o a dar un paseo. O podemos montarnos el cine en tu casa, me da igual. Sólo me apetece estar contigo, me siento tan a gusto, —dice ella, en tono acaramelado.


—Y yo, guapa, y yo. Vayamos al cine, me apetece. Hay una peli que me gustaría ver, —contesto, medio intimidado.


—Me parece bien.


Nos soltamos, deshaciendo ese momento tan cercano y cariñoso, y vamos dirección al cine. Mi felicidad es acentuada, pocas veces alcanzable. Me fundo en alegría.



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José Lorente.


domingo, 10 de noviembre de 2013

Perfume. Capítulo 17

—¿Qué pasa? ¿A qué viene tanta prisa por salir? —Pregunta Sandra, terminando de ponerse la chaqueta, detrás de mí, siguiéndome el paso.


Pienso en contarle que he visto a Sara, pero eso supondría hacerle saber que, otra vez, una chica por la que siento algo, me engaña. <<No, evade la información, será mejor. Haz como si tuvieras prisa por llegar a su casa, eso le gustará>>, me comenta la voz interna.


—No, querida. Es sólo que… tengo ganas de que lleguemos a tu casa, —le digo agarrándola por la parte baja de su espalda y dándole un pequeño empujón hacia mí, momento que aprovecha para agarrarme del cuello de la camisa y besarme con descaro y sensualidad, adentrando su lengua en mi boca y peleando con la mía, que tampoco se está quieta.


—Mmm… esa respuesta me gusta, igual que me ha gustado este beso. Veo que tus dudas se han aclarado, ¿no? —me dice lentamente, mirándome con gran deseo y complicidad.


—Sí, cariño. He cambiado de opinión. Ahí dentro, lograste convencerme. Tengo ganas de ti, no lo puedo evitar.


—Eso quería escuchar. Venga, vámonos.


Me da otro beso apasionado y al separarse se le tuerce un tacón, provocando una caída tonta, que guarda relación directa con el alcohol. Se queda en el suelo tirada y riéndose a carcajadas de sí misma.


—Qué mareo llevo, tío. Creo que no estoy del todo bien para conducir esta vez, —dice, entre risas.


Río y le tiendo mi mano para ayudarla a levantarse.


—Venga, arriba, —le digo con una mueca de esfuerzo.


No es que me cueste levantarla pero, si tenemos en cuenta, que llevo en el cuerpo una botella de vino y tres gin tonics, la cosa cambia. También me encuentro bastante borracho, pero yo sí puedo conducir.


—No te preocupes, yo llevo el coche hasta tu casa, está cerca. Iremos despacio.


—Me parece bien, —responde, acercándose y agarrándome de nuevo la camisa para darme dos lametones en la mejilla y un húmedo beso, que indican sexo a raudales.


Llegamos a su casa; un precioso loft en la zona de Rascaña. La temperatura del hogar se nota nada más entrar; es cálida, parece que tiene la calefacción programada y un ligero aroma a cítricos se deja percibir en el aire. El ventanal está cubierto por un panel japonés blanco. La cocina de color granate brillo integrada en el salón cuenta con una isleta central en donde se ubica la vitro cerámica. Un sofá de cuero negro semicircular, decora y da acomodo en el salón. Los muebles son de estilo vanguardista. Se nota que esta chica tiene un gusto y estilo inigualables. Una única puerta da acceso al dormitorio con baño.


Sandra se deshace de sus tacones, lanzándolos por los aires sin tocarlos con la mano; uno de ellos golpea en la lámpara de pie que abriga al sofá.


—¡Mierda! Casi me la cargo, —dice, mirándome y riéndose.


—Menos mal que he traído yo el coche, si no…


—Si no, ¿qué?, —interrumpe con gesto chulesco, a la vez que sensual.


—Si no, podríamos haber acabado como tu querida lámpara, atacados por un tacón gigante, o vete tú a saber, —bromeo sin sentido y ella me ríe la gracia como si en su vida le hubieran contado un chiste.


—¿Qué quieres tomar? Tengo cerveza, vino, ginebra.


—Creo que voy a beber agua. Ya está bien por hoy.


—Sí, supongo que ya vamos bien.


Se quita el bolso y se va directa a la habitación.


—Ponte cómodo. Enseguida salgo, —me dice, mientras anda dándome la espalda.


—De acuerdo, —contesto.


No es la primera vez que estoy aquí. Agarro el mando de la televisión y pongo las noticias, por poner algo.


—¡Déjate de rollos televisivos y pon algo de música, hombre! —Se oye la voz de Sandra salir desde la habitación.


Pienso que es buena idea, apago la televisión y cambio de mando a distancia. Enchufo la cadena musical, en pocos segundos comienza a sonar una música bonita, agradable. No la conozco, pero parece algo de soul, cantado por una mujer, posiblemente negra.


—¿Quién es? —Digo en voz alta.


—¿Quién es, quién? —Responde, a lo lejos.


—La que canta. ¿Quién va a ser?


—Ah, pensé que decías la del cuadro. La que canta es Angie Stone, ¿te gusta? ¿No la conoces?


—No, no la conocía. Me gusta. —Contesto, volcando mis ojos sobre el cuadro que no había visto. Es nuevo, la última vez que estuve aquí, no estaba. Es un retrato en blanco y negro, pintado a mano, de una mujer con un cigarro en la mano y con aspecto antiguo, al estilo de las famosas fotos de Audrey Hepburn. Queda genial con el decorado. Me gusta el estilo.


Sandra sale de la habitación cuando la tercera canción comienza sonar. Yo me he servido un vaso de agua y estoy recostado, disfrutando de la buena música. Lleva una camiseta larga, blanca, holgada, con cuello ancho, que deja ver uno de sus hombros. A la altura del pecho y vientre, se dibuja la cara de una chica considerablemente hermosa, moderna y coronada por una frase, que leo entre sus dos bultos tambaleantes, que se mueven libres, al no tener sujeción: “The good is life”, en letras modernas, acordes con el dibujo.


—Ahora te vas a enterar, querido, —me dice mientras se acerca, mirándome fijamente.


Reincorporo mi cuerpo para recibirla en el sofá, llega y me da un empujón, para volver a dejarme recostado y posarse encima de mí, con sus piernas abiertas por fuera de las mías. Comienza a desabrocharme los botones de la camisa mientras besa mi cuello lenta y sensualmente, acompañando con su lengua cálida y húmeda. Un escalofrío se genera en cada beso que me da, recorriendo mi cuerpo hasta llegar a todas mis zonas erógenas; mi erección es insalvable y ella lo nota entre sus piernas, comenzando a mover suavemente sus caderas, tratando de rozar sus partes íntimas con las mías. La tensión va subiendo, respondo agarrándola del cuello con una mano, y con la otra, apretándole fuertemente una de sus nalgas. La pasión se desata, mi camisa ha salido volando por los aires, lanzada por Sandra, que guía la mano que tengo en su cuello hasta uno de sus pechos, presionando y dejándola ahí, para que la masajee; lo hago, me gusta; me gustan sus pechos, tienen un tamaño perfecto y un tacto excelente. Se separa de mí un momento para quitarse la camiseta. Observo atolondrado su maravilloso cuerpo de curvas despampanantes y tersa piel. Sus pezones están ahí, delante de mí, duros como piedras, esperando a ser lamidos, lentamente, en círculos, para después succionarlos con delicadeza. Lo hago mientras presiono la parte superior de su culo contra mí y me encanta. Ella, responde con más movimientos de cadera, perfectos y ardientes. Nuestras lenguas se entrecruzan, como si estuvieran librando una gran batalla. Siento el calor de su entrepierna en mis bajos. Se detiene, desciende, besando mi pecho y siguiendo hasta el borde del pantalón. Intenta desabrochar el cinturón, pero no lo entiende. Me mira, pidiendo ayuda, se la presto con una sonrisa en mi cara. Mientras me quito el pantalón, no puede dejar de besarme la oreja. Estoy muy caliente y ella también. <<Apuesto, que está fluyendo su líquido vaginal a borbotones. ¡Qué bueno!>> Pienso. Termino con el pantalón. Me besa el pene lentamente por todas sus zonas y juguetea con su lengua. Lo introduce en su boca, noto el calor y la humedad de la misma. Mi fogosidad se vuelve insaciable, no quiero esperar más. La agarro y la manejo hacia mí, volviendo a colocarla encima. Ella me la agarra y se la mete, sin vacilar. Entra suave por los fluidos de ambos, el placer es exuberante. Comienza sus movimientos de cadera, sin dejarme que menee ni un pelo. Su cara lo dice todo, supongo que la mía no se queda atrás. Gime fuerte y se deshace de placer. Me folla y me vuelve a follar, corriéndose cada dos o tres minutos; eso me pone más ardiente aún. Cuando lleva unos siete u ocho orgasmos, decido terminar y acompañarla en el último de ellos. Gritamos juntos, finalizamos al mismo tiempo, al compás; la canción que suena en ese momento también parece ir a nuestro ritmo, el momento se torna especial e increíble.


—Oh… Qué grande eres, cabrón, —dice, gimiendo y moviéndose levemente, conmigo dentro.


La miro y sonrío un segundo, para después poner cara de placer absoluto, por lo que siento ahí abajo, con cada suave movimiento.


—Me ha encantado, guapa, como siempre, —le digo, dándole besos en su hombro.


—Ya sabes lo que pienso yo, ¿no?


—Sí, no hace falta que hables. Disfruta.


La música se para y la magia que había, parece haberse esfumado de repente. Se despega de mí y se va corriendo al baño. Yo me quedo tirado en el sofá, con la vista entrecruzada, mirando a la nada.



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