domingo, 10 de noviembre de 2013

Perfume. Capítulo 17

—¿Qué pasa? ¿A qué viene tanta prisa por salir? —Pregunta Sandra, terminando de ponerse la chaqueta, detrás de mí, siguiéndome el paso.


Pienso en contarle que he visto a Sara, pero eso supondría hacerle saber que, otra vez, una chica por la que siento algo, me engaña. <<No, evade la información, será mejor. Haz como si tuvieras prisa por llegar a su casa, eso le gustará>>, me comenta la voz interna.


—No, querida. Es sólo que… tengo ganas de que lleguemos a tu casa, —le digo agarrándola por la parte baja de su espalda y dándole un pequeño empujón hacia mí, momento que aprovecha para agarrarme del cuello de la camisa y besarme con descaro y sensualidad, adentrando su lengua en mi boca y peleando con la mía, que tampoco se está quieta.


—Mmm… esa respuesta me gusta, igual que me ha gustado este beso. Veo que tus dudas se han aclarado, ¿no? —me dice lentamente, mirándome con gran deseo y complicidad.


—Sí, cariño. He cambiado de opinión. Ahí dentro, lograste convencerme. Tengo ganas de ti, no lo puedo evitar.


—Eso quería escuchar. Venga, vámonos.


Me da otro beso apasionado y al separarse se le tuerce un tacón, provocando una caída tonta, que guarda relación directa con el alcohol. Se queda en el suelo tirada y riéndose a carcajadas de sí misma.


—Qué mareo llevo, tío. Creo que no estoy del todo bien para conducir esta vez, —dice, entre risas.


Río y le tiendo mi mano para ayudarla a levantarse.


—Venga, arriba, —le digo con una mueca de esfuerzo.


No es que me cueste levantarla pero, si tenemos en cuenta, que llevo en el cuerpo una botella de vino y tres gin tonics, la cosa cambia. También me encuentro bastante borracho, pero yo sí puedo conducir.


—No te preocupes, yo llevo el coche hasta tu casa, está cerca. Iremos despacio.


—Me parece bien, —responde, acercándose y agarrándome de nuevo la camisa para darme dos lametones en la mejilla y un húmedo beso, que indican sexo a raudales.


Llegamos a su casa; un precioso loft en la zona de Rascaña. La temperatura del hogar se nota nada más entrar; es cálida, parece que tiene la calefacción programada y un ligero aroma a cítricos se deja percibir en el aire. El ventanal está cubierto por un panel japonés blanco. La cocina de color granate brillo integrada en el salón cuenta con una isleta central en donde se ubica la vitro cerámica. Un sofá de cuero negro semicircular, decora y da acomodo en el salón. Los muebles son de estilo vanguardista. Se nota que esta chica tiene un gusto y estilo inigualables. Una única puerta da acceso al dormitorio con baño.


Sandra se deshace de sus tacones, lanzándolos por los aires sin tocarlos con la mano; uno de ellos golpea en la lámpara de pie que abriga al sofá.


—¡Mierda! Casi me la cargo, —dice, mirándome y riéndose.


—Menos mal que he traído yo el coche, si no…


—Si no, ¿qué?, —interrumpe con gesto chulesco, a la vez que sensual.


—Si no, podríamos haber acabado como tu querida lámpara, atacados por un tacón gigante, o vete tú a saber, —bromeo sin sentido y ella me ríe la gracia como si en su vida le hubieran contado un chiste.


—¿Qué quieres tomar? Tengo cerveza, vino, ginebra.


—Creo que voy a beber agua. Ya está bien por hoy.


—Sí, supongo que ya vamos bien.


Se quita el bolso y se va directa a la habitación.


—Ponte cómodo. Enseguida salgo, —me dice, mientras anda dándome la espalda.


—De acuerdo, —contesto.


No es la primera vez que estoy aquí. Agarro el mando de la televisión y pongo las noticias, por poner algo.


—¡Déjate de rollos televisivos y pon algo de música, hombre! —Se oye la voz de Sandra salir desde la habitación.


Pienso que es buena idea, apago la televisión y cambio de mando a distancia. Enchufo la cadena musical, en pocos segundos comienza a sonar una música bonita, agradable. No la conozco, pero parece algo de soul, cantado por una mujer, posiblemente negra.


—¿Quién es? —Digo en voz alta.


—¿Quién es, quién? —Responde, a lo lejos.


—La que canta. ¿Quién va a ser?


—Ah, pensé que decías la del cuadro. La que canta es Angie Stone, ¿te gusta? ¿No la conoces?


—No, no la conocía. Me gusta. —Contesto, volcando mis ojos sobre el cuadro que no había visto. Es nuevo, la última vez que estuve aquí, no estaba. Es un retrato en blanco y negro, pintado a mano, de una mujer con un cigarro en la mano y con aspecto antiguo, al estilo de las famosas fotos de Audrey Hepburn. Queda genial con el decorado. Me gusta el estilo.


Sandra sale de la habitación cuando la tercera canción comienza sonar. Yo me he servido un vaso de agua y estoy recostado, disfrutando de la buena música. Lleva una camiseta larga, blanca, holgada, con cuello ancho, que deja ver uno de sus hombros. A la altura del pecho y vientre, se dibuja la cara de una chica considerablemente hermosa, moderna y coronada por una frase, que leo entre sus dos bultos tambaleantes, que se mueven libres, al no tener sujeción: “The good is life”, en letras modernas, acordes con el dibujo.


—Ahora te vas a enterar, querido, —me dice mientras se acerca, mirándome fijamente.


Reincorporo mi cuerpo para recibirla en el sofá, llega y me da un empujón, para volver a dejarme recostado y posarse encima de mí, con sus piernas abiertas por fuera de las mías. Comienza a desabrocharme los botones de la camisa mientras besa mi cuello lenta y sensualmente, acompañando con su lengua cálida y húmeda. Un escalofrío se genera en cada beso que me da, recorriendo mi cuerpo hasta llegar a todas mis zonas erógenas; mi erección es insalvable y ella lo nota entre sus piernas, comenzando a mover suavemente sus caderas, tratando de rozar sus partes íntimas con las mías. La tensión va subiendo, respondo agarrándola del cuello con una mano, y con la otra, apretándole fuertemente una de sus nalgas. La pasión se desata, mi camisa ha salido volando por los aires, lanzada por Sandra, que guía la mano que tengo en su cuello hasta uno de sus pechos, presionando y dejándola ahí, para que la masajee; lo hago, me gusta; me gustan sus pechos, tienen un tamaño perfecto y un tacto excelente. Se separa de mí un momento para quitarse la camiseta. Observo atolondrado su maravilloso cuerpo de curvas despampanantes y tersa piel. Sus pezones están ahí, delante de mí, duros como piedras, esperando a ser lamidos, lentamente, en círculos, para después succionarlos con delicadeza. Lo hago mientras presiono la parte superior de su culo contra mí y me encanta. Ella, responde con más movimientos de cadera, perfectos y ardientes. Nuestras lenguas se entrecruzan, como si estuvieran librando una gran batalla. Siento el calor de su entrepierna en mis bajos. Se detiene, desciende, besando mi pecho y siguiendo hasta el borde del pantalón. Intenta desabrochar el cinturón, pero no lo entiende. Me mira, pidiendo ayuda, se la presto con una sonrisa en mi cara. Mientras me quito el pantalón, no puede dejar de besarme la oreja. Estoy muy caliente y ella también. <<Apuesto, que está fluyendo su líquido vaginal a borbotones. ¡Qué bueno!>> Pienso. Termino con el pantalón. Me besa el pene lentamente por todas sus zonas y juguetea con su lengua. Lo introduce en su boca, noto el calor y la humedad de la misma. Mi fogosidad se vuelve insaciable, no quiero esperar más. La agarro y la manejo hacia mí, volviendo a colocarla encima. Ella me la agarra y se la mete, sin vacilar. Entra suave por los fluidos de ambos, el placer es exuberante. Comienza sus movimientos de cadera, sin dejarme que menee ni un pelo. Su cara lo dice todo, supongo que la mía no se queda atrás. Gime fuerte y se deshace de placer. Me folla y me vuelve a follar, corriéndose cada dos o tres minutos; eso me pone más ardiente aún. Cuando lleva unos siete u ocho orgasmos, decido terminar y acompañarla en el último de ellos. Gritamos juntos, finalizamos al mismo tiempo, al compás; la canción que suena en ese momento también parece ir a nuestro ritmo, el momento se torna especial e increíble.


—Oh… Qué grande eres, cabrón, —dice, gimiendo y moviéndose levemente, conmigo dentro.


La miro y sonrío un segundo, para después poner cara de placer absoluto, por lo que siento ahí abajo, con cada suave movimiento.


—Me ha encantado, guapa, como siempre, —le digo, dándole besos en su hombro.


—Ya sabes lo que pienso yo, ¿no?


—Sí, no hace falta que hables. Disfruta.


La música se para y la magia que había, parece haberse esfumado de repente. Se despega de mí y se va corriendo al baño. Yo me quedo tirado en el sofá, con la vista entrecruzada, mirando a la nada.



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José Lorente.


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