miércoles, 19 de febrero de 2014

El librero triste







Rodolfo Amalma era dueño de la librería “El libro de tu vida”, en un céntrico barrio de York, junto al Dean´s Parks, en el Reino Unido. Allí, la vida transcurría tranquila. Todos los días abría su tienda para atender a los fieles clientes que tenía; cada vez eran más los que se desplazaban a los grandes almacenes a comprar sus obras literarias y la tienda iba perdiendo esplendor con el paso de los años.


    Rodolfo tenía 55 años, pero vivía con la ilusión de un chaval de pocos más de veinte. Su tienda, poco a poco se iba consumiendo, devorada por las llamas del consumismo moderno. Todos los clientes que tenía eran viejos, rara era la vez que alguien joven pisaba la librería. A Rodolfo le daba mucha pena, recordaba los tiempos anteriores, cuando la gente no tenía medio de transporte y todo lo necesario para vivir, se compraba en las tiendas del barrio; sus libros seguramente estarían llenando estanterías en la mayoría de casas antiguas de la ciudad, pero eso ya no pasaba. Él no dejaba de pensar en hacer algo para atraer a un público más joven, que le diera vida de nuevo a la que fue una de las más célebres librerías de todo
York.


    Contactó con editoriales, les solicitó títulos juveniles, llenos de letras vistosas y portadas atrayentes. Hizo una gran campaña publicitaria alrededor de la tienda con carteles grandes y llamativos. Lamentablemente, eso no cambió las cosas, en la semana de la promoción, sí fueron varios clientes jóvenes que se acercaron a ver los nuevos títulos, pero en cuanto los habían ojeado, todo volvió a la normalidad, a esa dura y eterna realidad de libros olvidados y textos polvorientos. Rodolfo estaba sumido en la más profunda tristeza al ver que su negocio, el que le había dado de comer a su familia durante tantos años, se adentraba al peligroso destino de desaparecer para siempre. Ya no repartía ilusión ni viajes misteriosos ni historias que hacen llorar, o reír, no; ahora sólo había hueco para facturas difíciles de pagar, vecinos viejos que paraban a charrar con él y lo peor de todo, toda una vida dedicada a los libros, que estaba a punto de acabar para él, sin dejarle posibilidad de dedicarse a otra cosa, no sabía hacer nada más y con esa edad, era muy difícil que alguien le contratara. El confort de su familia peligraba si no hacía algo, pero ese algo, escapaba a su entendimiento, no sabía qué más podía hacer.


    El día que más pena pasó en la tienda fue cuando una muchacha de pelo rojo como la sangre, llena de pendientes raros por todas partes y con los labios pintados de negro, entró en busca de un libro: “Y fue”, de Arthur Field; un autor nuevo, pero con gran proyección de futuro, o al menos, así se lo hizo saber la joven. Rodolfo no conocía ese libro ni a su autor. No pudo satisfacer las necesidades de la joven y volvió a casa con una de las penas más grandes que pueden azotar a un hombre.


    Al llegar tuvo que destapar el, hasta ese momento, secreto de la quiebra de su tienda a su mujer cuando ella le recriminó, que había llegado una carta del banco, que decía que si no pagaban sus facturas en un mes, les quitarían todo cuanto poseían. Una acalorada discusión tuvo lugar en la casa de los Amalma, los hijos tuvieron que esconderse en sus cuartos por la dureza de las frases que se decían marido y mujer. Rodolfo, con enérgica crispación, abandonó la casa; se dirigió a la orilla de River Foss, el río cercano a su casa, donde solía ir a meditar cuando las cosas no iban bien.


    Estaba sentado en un banco, mirando como jugaban unos niños cuando escuchó su nombre proveniente de una voz desconocida para él.


    —¿Rodolfo Amalma?


    Se giró y vio a un hombre vestido con un abrigo largo, color gris oscuro, con el pelo revuelto, parecía que no se peinaba, sin embargo llevaba un afeitado apurado hasta casi la segunda capa de piel. Su mirada era negra, penetrante, con gran carácter, sus cejas eran estiradas, asimétricas, y sus labios de un perfil tan perfecto, que parecían estar dibujados por ordenador; el contorno de su cara era afilada, como la punta de un zapato picudo.


    —Sí, soy yo. ¿Nos conocemos? —Contestó Rodolfo enarcando una ceja, extrañado.


    —¿Ahora? Usted a mí no, pero yo a usted sí, —contestó el joven sonriendo.


    —Sí, me suele pasar, ha pasado mucha gente por mi tienda a lo largo de los años. Me conoce de allí, ¿verdad?


    —Sí, de hace años.


    —Dime, ¿en qué te puedo ayudar? —Dijo Rodolfo dándole la espalda, sumido en su vorágine particular de aquel día.


    El joven tomó asiento a su lado, abrió su abrigo y sacó un libro.


    —Verá, señor Amalma. Esto que tengo aquí, quizá sea el mejor libro que pueda usted vender en su librería, —dijo el joven pasando sus páginas en un aleteo rápido; el aroma a páginas nuevas impregnadas de tinta invadió la nariz del viejo Rodolfo, que definía ese aroma, como el mejor perfume inventado por el hombre.


    —¿Sí? ¿De qué trata?


    —Vamos a hacer una cosa. Usted pone mi libro a la venta en su librería y si conseguimos atraer público nuevo, usted se quedará el 90 por ciento de las ventas, ¿le parece bien?


    Rodolfo se giró hacia el joven, atraído por el alto porcentaje que recibiría en caso de venderse algún ejemplar. No sabía si aceptar porque no sabía cuántos de ellos tendría que pagar por adelantado.


    —¿Cuántos tiene?


    —Por el momento dispongo de 5.000 ejemplares. Su precio de venta será de 18 libras, imagínese que los vendemos todos, y estoy seguro que se venderán.


    —Suena bien, pero yo no puedo pagarle ahora esa cantidad de dinero. No puedo aceptar.


    —¿Quién ha hablado de pagar dinero? Yo no he dicho nada de eso. Hagamos una cosa, mañana mismo le llevaré los ejemplares a su tienda, usted se encarga de promocionarlos y de hacer saber que los tiene ahí. Tenga en cuenta que va a ser el único lugar donde pueden encontrarlo en este país.


    —¿Y por qué mi librería?


    —Porque es usted un santo. Mañana le veo, —dijo el joven levantándose y estrechando la mano a Rodolfo, para después alejarse tapándose del frío inglés.


    Rodolfo se quedó ensimismado, lleno de esperanza pero al mismo tiempo vacío por el poco optimismo que le quedaba, pero en definitiva, no le costaba nada probar. Miró a un lado y allí estaba el libro, en el banco. Lo agarró y comenzó a leer allí mismo, no supo por qué, pero se puso a devorarlo como un gato hambriento al que se le facilita una lata de comida fresca y jugosa. Cuando llegó la noche, había terminado de leerlo por completo, extrañado, porque era un libro de 553 páginas, que él jamás habría podido leer en unas cuantas horas, sin embrago lo había hecho, y eso no es todo; había sentido tantas cosas buenas, que el libro había conseguido hacerle hasta llorar, cosa que sólo un par de libros habían conseguido en toda su vida, y hasta casi saber hacer magia, era algo inexplicable, pero real.


    <<Y fue>> pensó al terminar mientras miraba el título de la portada; era así, simple, con un par de pétalos de alguna flor de colores pálidos, flotando en una brisa suave de un atardecer risueño. <<Él era Arthur Field>> continuó cavilando <<¿Por qué un autor que sabe que va a tener éxito ha hecho esto? ¿Por qué sólo quiere vender en mi tienda? Ayer mismo vinieron preguntando por este libro y hoy, lo tengo en mis manos, de parte directa de su autor>> Pensaba Rodolfo.


    Quizá era una señal del destino, quizá era el libro que necesitaba su tienda para reflotar, pero, por otro lado, nadie le garantizaba que iba a vender los 5.000 ejemplares. No sabía si Arthur disfrutaba del reconocimiento, que la joven del pelo rojo, le había asegurado que tenía.


    Con todas y con esas volvió a casa y le contó a su mujer lo que le había ocurrido, ella era recia a vender a autores no conocidos, siempre lo había sido; decía que esos libros no llegan a venderse nunca que, lo único que hacen, es acumular polvo y restar espacio en los estantes de la tienda, que otros libros de autores más conocidos no podrán ocupar.


    La mañana siguiente, Rodolfo abrió su tienda, como cada día. A la media hora de estar allí, una camioneta paró en la puerta, de ella se apeó Arthur, vestido con una gabardina color beis y un sombrero a juego. Rodolfo lo miraba con la extrañeza que aquel autor y su libro, habían despertado en él.


    —Buenos días, Rodolfo. Te he traído los ejemplares, tal como quedamos ayer. ¿Has hecho hueco?


    —Buenos días, Arthur. Precisamente ahora, me disponía a hacerlo.


    —Está bien. Le ayudaré.


    —No es necesario, hombre, después de tantos años, uno está acostumbrado a hacer estas tareas solo.


    —Insisto. Déjeme ayudarlo.


    —Está bien, no te negaré que toda ayuda es buena.


    Los dos se pusieron a hacer sitio para la nueva tirada de libros.


    —Leí tu libro.


    —Sabía que lo harías, todos lo hacen, y lo hacen en pocas horas.


    —Sí, es lo que me impresionó. Esa capacidad que tienes para mantener pegado al lector a las páginas; sientes que tienes que terminarlo y tu capacidad de devorar texto parece que se desarrolla mientras lo haces. Nunca me había pasado nada igual.


    —Sí, lo sé. Por eso quiero que la venda usted.


    —¿Por qué yo? Tendrá mil editoriales que estarían encantadas de promocionar su obra. ¿Qué ha hecho? Si los tiene impresos es porque ya le han comprado los derechos. Tendría que ser su editor el que le promocione y le venda, no yo.


    —Firmé el contrato con esa condición, que me dejaran vender el libro donde y como yo quisiera, y ese sitio es aquí.


    —Pero, ¿por qué? —Preguntó Rodolfo inmerso en un mar de dudas mientras miraba a aquel hombre que apartaba cajas en el almacén de su tienda.


    Arthur dejó de hacer la tarea, se irguió y mirándole fijamente le dijo:


    —Porque sin su tienda y sin usted, yo jamás hubiera sido capaz de escribir este libro; usted ha sido la inspiración para mí, usted me enseñó todo sobre los libros, usted me traspasó el arte de la literatura en su estado más puro. Cada línea de mi libro, cada párrafo, evoca imágenes que llevo en mi mente hacia su persona, aunque usted no lo sepa. Por eso quise volver para vender mi libro aquí y darle parte de mis beneficios. Se lo merece incluso más que yo.


    Rodolfo se quedó boquiabierto. Entonces cayó en la cuenta <<Claro, ¿Cómo no me había acordado? Es él, Arthur, el pequeño y gran aprendiz Arthur. El que siempre pasaba la tarde sentado en la vieja silla leyendo libros que yo le permitía leer>> Pensó avergonzado por no haberse acordado de él.


    —Claro. Arthur, ¿cómo no te he conocido? Disculpa, me hago viejo y hace tantos años que dejaste de venir…


    —Mi familia se mudó a otra ciudad. Dejé de venir por eso, pero no me fui de aquí jamás. Siempre guardé un rincón en mi memoria para usted y su tienda. Y ahora, quiero agradecerle todas esas tardes que me dejaba venir a leer, que me daba golosinas, que me tocaba el pelo explicándome que los libros son vidas paralelas a las nuestras propias… Le debo tanto.


    —Siempre fuiste un gran chico, y mírate ahora, te has convertido en un buen hombre de provecho y no has perdido ninguna de tus cualidades. Siempre tan educado, amable y agradecido, —contestó Rodolfo notando como se erizaba todo el bello de su cuerpo al recordar aquella época. Arthur había sido el único niño que le visitaba cada tarde, llenándole de alegría. Sólo con verle allí sentado, leyendo, sentía que la vida era tan maravillosa como sorpresiva y esas sensaciones habían vuelto a su ser, justo en el momento que recordó a Arthur.


    —Así, que, Rodolfo, amigo. Vamos a vender estos libros y vamos a devolver la ilusión a la gente del barrio. Vamos a hacer que vuelvan las costumbres de antaño. ¡Ya lo verás!


    Los dos continuaron abriendo espacio y colocando cada una de las cajas que contenían la excelente novela. Una vez terminaron, Arthur se fue y el trabajo del librero no hacía más que comenzar. Extendió dos carteles anunciando el libro a los lados de la puerta. Sacó a la calle una estantería llena de ellos y se sentó a esperar. Pasó media hora y el primer cliente se paró a observar el libro, ni dos minutos después, ya había pagado las 18 libras por él. Diez minutos más tarde, fueron tres clientes más. Cuando llegó la hora de cerrar, por caja habían pasado más de 40 clientes y todos comprando un ejemplar de la obra maestra del pequeño Arthur. Rodolfo volvió a casa contento; hacía mucho tiempo que no tenía tan buenas ventas en un día. La ilusión volvía a la casa de los Amalma. Esa noche cenaron alimentos extraordinarios que Rodolfo compró para la ocasión.


    La mañana siguiente, Rodolfo salió de casa como cada mañana para abrir su comercio literario, pero ese día, su optimismo era refulgente. Su sorpresa no pudo ser mayor al comprobar que en su tienda había una cola de unas 20 personas esperando a que abriera las puertas. Todos preguntaban lo mismo: “¿Te quedan ejemplares de ese libro mágico que te lleva a querer leerlo en pocas horas?”


    Y quedaban, claro que quedaban, pero a este paso, pronto se iban a agotar, y así fue. Una semana después, ya no quedaba ninguno, el volumen de ventas era arrasador. Cada mañana colas interminables de gente esperaban para comprarlo. La segunda tirada fue de 100.000 ejemplares, que volaron en poco más de un mes. La tienda “El libro de tu vida” pronto se quedó pequeña para tanta demanda y amplió su espacio, pero sin quitar nada de la antigua, respetando sus bases, que la habían hecho perdurar en el tiempo.


    Rodolfo Amalma y su familia, pudieron tener una vida gozosa hasta el final de sus días, siendo famosos en la ciudad y en el resto del mundo, como la familia que logró resucitar de sus cenizas gracias a un libro mágico escrito por un niño hecho hombre, que la frecuentaba en sus años mozos y que ahora era uno de los escritores con más proyección de futuro de todo el panorama mundial.


    La relación entre escritor y librero duró para siempre, siendo el complemento perfecto el uno para el otro.




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José Lorente.





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