Era un día en la sala
de aprobación de leyes constitucionales de un país, del que no hace falta
pronunciar nombre. Se estaba debatiendo la decisión de aprobar una nueva
reforma en la ley del aborto. Marisa; una joven diputada con las ideas muy
claras, estaba defendiendo la nueva reforma, que dictaba penalizar con cárcel a
aquellas mujeres, que decidieran no cargar con el peso de una barriga que va en
aumento hasta los 9 meses, como todos sabemos. Después de varias acaloradas
discusiones entre los miembros del congreso, se decidió aprobar la ley, Marisa
quedó contenta porque era lo que ella consideraba como justicia. Según ella,
nadie tiene derecho a acabar con una vida ajena, aunque esta ni siquiera haya
visto la luz del sol, aunque ese futuro ser humano haya sido no deseado o por
causas que escapan al sentido común; puede haber muchas razones por las cuales
una mujer con instinto maternal decide no pasar por un embarazo. Hasta ahí todo
bien.
Semanas después, Marisa iba caminando por la calle
cuando se dio cuenta de que un hombre la estaba siguiendo. Marisa, asustada,
aceleró el paso, comprobando que ese hombre también lo hacía. Ella sacó su
móvil y llamó a su marido, pero éste no contestó. Al llegar a un lugar de la
calle poco concurrido, el hombre hizo un movimiento brusco y se abalanzó sobre
ella, agarrándola y forcejeando hasta que la guio hacia un callejón donde la
luz brillaba por su ausencia. Abusó de ella, la violó y le robó todo lo que
tenía. Marisa volvió a casa traumatizada, ese hecho tan desagradable no se le
borraría jamás de la
memoria.
Días después, a Marisa no le llegaba la
menstruación; se hizo la prueba del embarazo y supo que había quedado
embarazada de aquel delincuente. Era imposible concebir la idea de tener un
hijo de aquel hombre malvado y demente, pero claro, la ley, su ley, no le
amparaba. Quiso cambiar dicha ley, pero para eso era necesario que la nueva
reforma estuviera en vigor al menos un año desde su aprobación, como constó el
día que ella misma luchó por que fuese vigente. Le tocó cargar con el embarazo
no deseado y no tuvo más remedio que tener un hijo de un mal nacido, quizá ese
niño, podía ser heredero de las demencias mentales de su padre biológico. Por
no contar con que Marisa quedó bastante tocada psicológicamente, negándose a
tener sexo, y por lo tanto descendencia con su, por entonces, actual marido.
Su codicia de poder, tomando una decisión por
millones de personas, le enseñó la cara más amarga de la ley, sometiéndola a
una tortura que le marcaría toda su vida. Nunca tuvo más hijos, se retiró de la
política, se separó de su marido y quedó sola, con la única compañía de un
hijo, que era más bien un retoño del diablo que de su propia sangre, y todo
gracias a su flamante idea de frenar la selección natural del ser humano.
Y es que, ¿quién era ella para decidir algo así?
Nadie. ¿Acaso la humanidad pertenece a esos pocos políticos que se creen con el
derecho de controlarlo todo? No. Por tanto, sigamos en esta sociedad de
encarcelamiento político, sigamos votando en las elecciones generales, sigamos
dejando que ellos sean nuestros dueños. Desde luego, yo no seré uno de esos.
Ante todo está mi libertad personal, obligada a cumplir las leyes que los demás
permiten que se ejecuten. La ley del aborto debe sucumbir, por el bien de
muchas futuras madres y no madres que merecen ser felices, como tú, como yo o
como cualquier ser humano.
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José Lorente.
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