domingo, 23 de febrero de 2014

Perfume. Capítulo 32

Llego a casa, cuelgo las llaves, desanudo la corbata, pensando en darme una ducha caliente, pensando en Sara.


—¿Sara? —Grito, no encuentro respuesta.


Avanzo hasta el salón, no está. La busco por toda la casa, gritando su nombre, sin respuesta. Parece que se ha ido. <<Me dijo que me esperaría aquí, ¿por qué se habrá marchado?>> Pienso mientras busco mi móvil en el bolsillo. Abro el whats app en busca de algún mensaje que se haya colado, no hay nada, sólo uno de la pesada Mariela, diciéndome que por qué no contesto; hago caso omiso. Busco el nombre de Sara y la llamo. Diez tonos después la llamada se corta, no responde. Reincido, obteniendo el mismo resultado. La intriga me recorre la consciencia, paseándose como una serpiente en busca de su presa. No logro entender por qué se ha ido, <<ha estado diciendo que se quedaría todo el fin de semana, pasara lo que pasase. No está cumpliendo>>, me atormento, pensando que puede ser algo mentirosa, recapacito en las palabras de Paula. Pero no, no tengo motivos para desconfiar, ella sólo ha estado portándose demasiado bien. Tener conjeturas sin pruebas concluyentes no me lleva a ninguna parte, eso siempre es así. Su motivo tendrá para haber desaparecido de esa manera. Cambio el chip y voy directo a la habitación, me desvisto y me meto en el jacuzzi. Tengo tanta necesidad… —Oh… —suspiro, hundiéndome en el agua espumosa—. La música clásica suena, el aroma dulce de las velas me embriaga. Mis ojos pesan demasiado.


Voy corriendo por un camino de tierra, sólo se escuchan mis fuertes pasos y un pájaro misterioso que canta entre los árboles de alrededor; es un canto desconocido, pero tiene cierto sentido y concordia. No sé por qué corro, pero lo hago, llevo unas zapatillas de deporte rotas y un chándal medio desgarrado. Estoy sucio, mi cuerpo apesta, parece que no he parado de correr desde hace años. Me toco la cara; mi barba mide al menos treinta centímetros. Yo diría que soy un Forest Gump moderno. De pronto me detengo. El pájaro deja de cantar, ahora se escucha el sonido de una cascada al romper con el supuesto lago en donde cae. Delante de mí brota vapor de agua, parece que he encontrado lo que buscaba. Camino despacio hacia la bruma, esperando encontrar aquello que he venido a buscar. Cuando quiero darme cuenta, ya no puedo ver a más de dos metros de distancia, por la densidad de la niebla. La catarata suena cada vez más. No sé por qué, pero el sigilo es mi mejor arma en este momento, no quiero hacer nada de ruido. Llego a un punto en donde la niebla desaparece y todo ha cambiado, parece que me encuentro en algún lugar de Valencia, en una avenida muy concurrida donde hay gente paseando y coches rezumbando. Veo a dos hombres hablando entre ellos, uno le pasa algo al otro, bajo mano. Parece algún tipo de trapicheo ilegal. Enseguida me doy cuenta de que uno de ellos es Héctor, en ese momento se gira hacia mí, me mira y sonríe, enseñándome lo que le acaba de dar ese hombre de traje gris, pelo canoso y bien peinado. Un instante después, me encuentro en el cruce donde ocurrió el accidente de Héctor, pero no estoy dentro del taxi, estoy viendo todo desde otro ángulo. Veo pasar el coche, conducido por esa chica, al lado va Héctor, le está hablando efusivamente mientras le muestra algo en el móvil, entonces ocurre; veo el taxi en el que voy montado con Sara llegar al cruce, irrumpe en la trayectoria del coche de Héctor y éste se estampa contra el árbol de la acera. De nuevo, los trozos de Héctor incrustados en el árbol cobran vida, dirigiéndose hacia mí, gritando mi nombre. Horrorizado, salgo corriendo. Otra vez corro por el camino de tierra, sin rumbo, sólo corro y corro y el pájaro canta. Otra vez la cascada, la historia se repite, en el momento de esclafarse el coche en el árbol todo desaparece y me veo en el jacuzzi, con las velas casi consumidas y la música sonando suave; un Frank Sinatra, que dice estar viajando por muchos de los caminos y más, a su manera. O algo así. <<Realmente debería ir a un especialista del cerebro, no es normal lo que está sucediendo. Esas visiones son demasiado vívidas como para ser imaginación pura. Algo ha pasado desde que murió Héctor, no entiendo nada. Ya está, sal del baño y vete en busca de tu amigo Joe, él sabrá a quién recomendarte, conoce a tantos loqueros que de seguro da con el más acertado>>, cavilo, desconcertado.


Salgo del baño, me aseo, me pongo ropa cómoda y llamo a Joe, para contarle lo que me está pasando. El tono suena tres veces antes de que conteste.


—¿Qué pasa, Max? ¿Cómo lo llevas? Hace tiempo que no sé nada de ti.


—Hola, Joe. Sí, estoy bien, he andado muy liado últimamente.


—Me alegro. Dime, ¿cuál es el motivo de tu llamada? Desde que terminamos la universidad no me has llamado para nada que no sea pedirme consejo sobre algo. ¿De verdad estás bien?


—A decir verdad, no, para nada estoy bien. Verás, te llamo porque… —Le cuento la historia de mis visiones desde que murió Héctor. Él escucha atento, son tantos los casos que ha llevado, que para nada piensa que esté loco. Ha visto demasiadas cosas raras en esta vida, él sabe cosas que nadie sabe, tiene un don natural de nacimiento, es inexplicable y difícilmente creíble. Para mí quedó demasiado claro que puede percibir cosas que nadie puede un día en la universidad. Por aquel entonces, yo era el típico estudiante de veintiún años, que se toma muy en serio sus estudios. Joe venía a mi clase, pero nunca habíamos hablado nada más que los típicos <<hola>>, o algún comentario de cuál había sido el resultado matemático de cierto problema en el examen. Un día, estaba yo en uno de los descansos entre clase y clase, fumando un cigarrillo y repasando unos apuntes, sentado en el suelo, cuando Joe se acercó por detrás y me dijo:


—Oye, Max, —me giré y le presté atención, dejando lo que estaba haciendo—. Sé que, lo que te voy a decir te parecerá extraño, pero tienes a tu abuela María detrás de ti, casi siempre está contigo, pero hasta hoy no me había pedido que te lo dijera.


—¿Cómo? ¿De qué diablos hablas? —Fruncí el ceño mientras un repeluzno caminó por mi cuerpo al escuchar el nombre de mi difunta abuela saliendo de los labios de ese compañero tan misterioso.


—No te escandalices, pero ahora mismo me está mirando con cara de compasión, quiere que me creas y me está dando pistas para ello.


—¿Cómo sabes su nombre? Esto es muy raro.


—Me dice que si recuerdas cuando tu madre se iba a trabajar y ella te recogía en el colegio, siempre llevaba caramelos, sí, esos que tu madre te prohibía. Te los daba y te decía que ese era vuestro gran secreto.


Por mi cabeza pasaron infinidad de recuerdos, de tardes con mi abuela en el parque, comiendo aquellos caramelos que sólo he conocido de manos de ella, en ningún sitio de ninguna parte del mundo en las que he estado he podido encontrarlos. En ese momento, supe que Joe era un tipo bastante peculiar. La siguiente clase nos la pasamos en una cafetería cercana, hablando sobre mi abuela. Me daba mensajes que ella le dictaba, me hizo saber que ella era mi protectora, que siempre andaba detrás de mí. Joe se convirtió en un libro abierto para mí, y en un medio de comunicación con mi estimada abuela durante dos meses. Después de ese tiempo, ella le dijo que no podía volver a hablar conmigo, que era mejor que yo siguiera mi camino, sabiendo que ella estaba ahí. Nunca olvidaré aquello. Joe ha sido como una vía de escape para mí, siempre que me ha pasado algo inexplicable, él ha sabido darme alguna explicación al menos lógica y razonable para su percepción.


—Max… Max… amigo. Sufres lo que se llama, diferencial radiomagnético. Lo que no está nada claro, es que veas esas visiones mientras estás despierto. No me cuadra, de normal toman forma en los sueños, sin más. Pero en tu caso… es la primera vez que me encuentro algo así. Claro, también he de decirte que no todo el mundo ha sido como tú.


—¿A qué te refieres?


—Me refiero que yo no puedo ver a todos los ángeles de la guarda de todo el mundo, sólo los veo en personas a las que yo llamo <<neutras>>, como tú. Por lo general, sois personas con un alto grado de comprensión hacia todo lo que os rodea. Percibís ciertas cosas que los demás no perciben, pero tampoco sabéis explicarlo, simplemente existe en vuestro subconsciente. Que veas esas imágenes, me hace pensar que tenía que llegar un acontecimiento como ese, para que te dieras cuenta de que tienes ese don.


—¿Un don parecido al tuyo?


—Yo diría que idéntico al mío, Max. Quizá sea el principio, quizá no te pase más, pero es un hecho que no suele pasar sin que signifique algo en concreto. Que esos hombrecillos con forma del cuerpo de tu amigo te digan tu nombre repetidas veces y descalifiquen tu persona, podría ser un claro ejemplo de que algo estás haciendo mal, pero no mal de equivocarte sin más, no, mal de fatal, algo que puede ser trascendente para tu vida. Piensa, algo habrá en tu vida de lo que sientas que no tienes el control, ¿no?


A mi cabeza viene instantáneamente la imagen de Sara, la dulce y bella Sara. Es increíble la forma en la que ha entrado en mi vida, pero también es increíble la habilidad que tiene para desconcertarme.


—Sara, —le digo a Joe—. Es una chica que he conocido… —largo la historia.


—Entiendo, que haya venido a tu mente como primera opción de algo que escapa a tu control, quiere decir mucho, yo de ti me andaría cauto con esa chica, mi intuición me dice que tiene relación directa con los mensajes que te manda Héctor desde el más allá.


—Está bien, Joe. Pero dime qué cojones tengo que hacer cuando me aparezcan esas visiones, me están atormentando, tío, de verdad.


—No tienes que hacer nada, sólo aceptarlas como parte de tu vida, y escucharlas como parte de una ayuda que recibes por bondad de otros que te quieren, no te lo tomes de otro modo.


—Entiendo, intentaré estar entero cuando pasen cosas raras en mi cabeza. Me has sido de ayuda, como siempre, Joe. A ver si nos vemos un día de estos.


—Está bien, Max. Cuando quieras nos reunimos a pasar uno de esos ratos tan amenos que pasábamos antaño. Un abrazo enorme, y no te atormentes, todo pasa por alguna razón en esta vida, nada es aleatorio. Lo sabes, ¿no?


—Sí, era tu frase favorita, y nunca la he olvidado, gracias por todo, amigo. Otro abrazo para ti, cuídate.



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José Lorente.



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