Su pierna se alza rozando mi
cadera, una de sus manos aprieta fuerte el cuello de mi pijama, tirando hacia
ella. Me besa demasiado sexy; su otra mano está haciendo fricción en mi pene
por encima del pantalón. Me gusta demasiado y sí, es definitivo, el zumo se
quedará a medio hacer…
La fuerza que
empleamos cada uno con nuestras bocas en el empuje hacia el otro, es como si
fuese la última vez que tienes oportunidad de dar un beso apasionado a alguien,
sólo que esto es fruto de la extensa atracción que existe entre ambos. Rodamos
por la cocina, me estampa contra la nevera, tan fuerte, que algo en su interior
ha caído, se ha escuchado el ruido. Su pierna vuelve a subir, atrapándome y
empujándome hacia ella; estoy tan excitado que le arranco la camisa de un
tirón, varios botones saltan al suelo; ya los coserá Marisa, la asistenta.
Descubro que no lleva ninguna clase de ropa interior, eso me pone más eufórico.
Sus pechos bailan frente a mí, aprieto uno con mi mano, lo estrujo fuerte, lo
succiono como si fuese un flan de medio kilo y tuviera que comerlo de un bocado.
Ella gime, levanta su mentón, aprieta más con su talón en mis nalgas, su mano
me está masturbando, ya ha pasado la barrera del pantalón. Subo con mi lengua,
pasando por su cuello, su oreja y la beso; nos faltan lenguas para tratar de
ganar esta dulce guerra. Paseo mi mano por detrás de sus tersas nalgas,
presiono fuerte, tanto, que la levanto del suelo; aprovecho para cogerla por
detrás de sus rodillas, sus piernas ayudan, abriéndose ante mí. La tengo en
brazos, se ha visto obligada a soltar mi miembro, me sonríe con picardía y
sensualidad. Hace un pequeño esfuerzo, alargando su brazo, para introducirme
dentro de ella; los dos rugimos de placer después de fundirnos en uno. Lo
movimientos comienzan suaves, intensificándose a medida que avanzamos. La
nevera se mueve, se levanta del suelo; los objetos de su interior suenan,
cayendo; algo se ha roto. Paramos, nos reímos y pasamos de ese hecho, es
demasiado bueno como para detenerse a preocuparse por un hipotético bote de
mermelada roto. Salgo de ahí, con ella en brazos, sin salir de su interior. La
estampo en el banco de la cocina, ha tomado el mando. Comienza sus peligrosos
movimientos diabólicos, nacidos de su entrenamiento de baile profesional. <<No pienso sucumbir
tan fácil como anoche, esta vez no>>, me endurezco al
pensar eso. Trato de tomar el control, pero no me deja; me empuja con sus
manos, su cara expresa picardía extrema, su media sonrisa lo dice todo. Salta
de la bancada, se da la vuelta, con sus piernas abiertas, agachándose y mirándome
por el hueco que dejan éstas; sonríe, haciendo un gesto con su dedo,
“acércate”, indica éste. Mi respuesta es inmediata, arranco mi camiseta de un tirón,
la embisto por atrás, introduciéndome de nuevo. La agarro del pelo, asomándome
por el lateral de su cara, besando su mejilla con frenesí. Abre la boca de
placer, gime fuerte, grita; sus manos apoyadas en el banco apenas pueden soportar
la tremenda fuerza que le traspaso. Aun así, suelta una de ellas y se agarra de
mi hombro, girando su cuerpo y su rostro, mirándome con esa cara que cualquier
hombre tendría un orgasmo con tan sólo verla, agarro el pecho que asoma con mi
mano libre. Eso hace que me excite y sienta que me voy, ella sigue gritando
demasiado, me encanta. <<Es buen momento
para terminar, es posible que terminemos juntos>>, pienso. Aumento
la velocidad, se me escapan gemidos, cada vez más fuertes. Sus gritos podrían
estar escuchándose desde Lima. Sus uñas se clavan en mi hombro, acerco su
cabeza, tirando de su cabello. Cuatro espasmos profundos y cuatro gemidos
fuertes brotan de mí; ella ha gritado tanto que el timbre de su voz ha tenido
fallos. Los músculos se relajan, suelto su pelo, me poso sobre su espalda,
besando con suavidad su omóplato; ella agacha la cabeza, dejando caer su
melena, que roza el suelo. Permanecemos así varios segundos, el sudor corporal
hace que de nuestros cuerpos brote vapor. Salgo de ella, apoyándome en la
nevera. Se da la vuelta, agarrando un trozo de papel de cocina que usa para
limpiarse un poco.
—Vaya, —dice—. Ha
sido increíble, —me mira, dejando asomar una pequeña sonrisa; sus ojos brillan
con especial vigor.
—Uf, —resoplo—. Sí…
me encanta el sexo matutino, me he despejado.
—Voy al baño,
cielo. Eres el mejor, —dice, antes de echar a correr hacia allí.
—Está bien, seguiré
preparando el zumo, —contesto—. Me acerco al exprimidor, el olor a naranja
parecía haber desaparecido, pero sigue ahí. Reanudo la tarea.
—Hola, naranjitas,
os ha gustado el espectáculo, ¿eh? —digo desde mi mente, pensando que las
naranjas me escuchan, como otras muchas veces. Sí, a veces me pongo a hablar
con objetos o muebles, o lo que sea, por telepatía, es una forma de averiguar
mi estado de ánimo, cuando lo hago, significa que estoy feliz, el problema es
que nunca he encontrado respuesta por parte de ellos, aun así lo sigo haciendo
muchas veces, no sé por qué, será como uno de esos misterios de la vida, como
cuando desaparecen calcetines en la lavadora, o desaparece el ticket de ese
producto que acabas de comprar y tienes que devolver porque no te convence… En
fin.
Continúo
exprimiendo, observando cómo va cayendo el delicioso líquido por el orificio, huele tan bien. Escucho
a Sara trasteando, eso me hace más feliz, si cabe. Pero pronto, vuelvo a la
realidad; los trozos de Héctor, se interponen entre mis ojos y el exprimidor,
como hombrecillos que vienen en formación militar, cantando: eres bobo, eres bobo, eres bobo… repetidas
veces. Dejo de hacer zumo, una preocupación inmediata peregrina por todas las
partes de mi cuerpo, esto no es normal. Me doy dos golpes en la cabeza, la
visión desaparece, pero esto me hace plantearme el ir a un especialista de la
psicología. <<Tal vez he sufrido algún tipo de trauma>>, pienso, confuso.
Voy al cuarto de
baño, con mi vaso de zumo en la mano y masticando dos fresas. El vapor de agua
asoma por la ranura de la puerta entreabierta. La empujo despacio. Se está
duchando.
—Bonita, tengo que
salir corriendo al funeral. No vengas si no quieres, —le digo—. Volveré lo
antes posible, ¿vale?
—Cariño, ¿en serio
no quieres que vaya? ¿O es por esa niña? ¿Cómo se llamaba…? ¿Paula? Crees que puedo ser un estorbo, ¿verdad? Es
eso.
—¿Otra vez con eso?
No, lo digo por ti, para que no tengas que soportar estar en una situación así,
—miento, tiene razón. Después del ataque de celos de Paula, no me fío de
llevarla de nuevo, se puede montar alguna escena desagradable para olvidar, la
niña es muy temperamental.
—¿Seguro?
—Sí… Quédate aquí
si quieres, el desayuno lo tienes hecho, estás en tu casa, —le digo,
vistiéndome con uno de mis trajes negros.
—Venga, está bien.
Pero si necesitas algo, me llamas, ¿vale? Te esperaré aquí, mi príncipe, a que
vuelvas a mimar a tu princesa.
—De acuerdo. Tienes
ordenador, consola de juegos, películas… lo que quieras. Volveré pronto, —le
digo, entrando en el baño, ya vestido, para peinarme y darle un beso de
despedida. Ya ha salido de la ducha; compartimos espejo mientras me arreglo el
pelo y ella se coloca la toalla de una forma espectacular en la cabeza, vaya técnica
tiene para hacerlo.
—Tardaré lo menos
posible, ¿vale? —y la beso en la mejilla. Para ella es poco y me planta un beso
de tornillo que me deja estupefacto, pero al que no dejo de responder. Salgo,
dejándola allí, en mis dominios, feliz por ese hecho, pero triste por el sitio
a donde voy.
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José Lorente.
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