domingo, 12 de enero de 2014

Perfume. Capítulo 26

…—Soy la hermana de Héctor. Paula.

—Ah… Paula, ¿cómo estás? ¿Qué número es este? ¿Has cambiado de móvil? No me aparece tu nombre.

Un sollozo profundo se escucha por el altavoz del iPad, Paula ha arrancado a llorar de forma bastante angustiosa.

—Max… Mi… —un espasmo en su respiración agitada la interrumpe—… mi hermano, —los gimoteos y espasmos se acentúan después de terminar de hablar.

—¡¿Qué pasa, Paula?! ¿Dónde está? ¡Dime!

—Maaaax… —el tono de su voz fue de más a menos al decir mi nombre—. Un accidente, ha tenido un accidente. Se ha matado, Maaaaax… se ha matadooo, —esto último lo pronuncia sin apenas poder hacerlo, sus cortes de respiración no la
dejan.

—¡¿Cómo?! Eso no puede ser… —el sonido del agua al ser removida por mi cuerpo mientras me levanto es tan fuerte, que no me deja escuchar bien lo que dice Paula, mi mirada se ha quedado congelada sin un sitio claro dónde apuntar. Sara me mira asustada, sus ojos parecen desencajados. Antes lo del accidente y ahora—… un momento, Paula. ¿Un accidente, dices?
—Con un coche, Maxi, con un coche. No sé quién es la que iba con él, pero se han matado los dos. Mi hermano está irreconocible. Se ha destrozado, Maxi. Ya no está… ya no está… —los sollozos parecen haber menguado un poco.

—Vale, Paula. ¿Dónde estás? Voy enseguida, —contesto saliendo del jacuzzi y secándome todo lo rápido que puedo.

—Estamos en el tanatorio. ¿Cómo se llama el tanatorio, mamá? —Un murmullo inaudible se escucha algo alejado, contestando a su pregunta—. Es el Altamira, tanatorio Altamira. Es por la zona del puerto.

—Vale, enseguida estoy ahí. Tranquilízate, Paula, ¿vale? Ahora te veo.

—Vale, cielo. Un beso, —los lamentos se escuchan de fondo en el silencio que se forma antes de terminar la llamada.

La llamada se corta. Mi cabeza está embutida en un mar de imágenes brutales de cómo mi querido mejor amigo, Héctor, ha perdido la vida en el accidente que hemos presenciado hace un rato. No tengo la seguridad de que haya sido el mismo accidente, pero sin explicación, en el momento que he escuchado esa palabra, accidente, dentro de mí se ha despertado el tremendo susto que hemos sufrido esta tarde. Sé que ha muerto, eso no lo puedo remediar, pero, sinceramente, preferiría que no fuese Héctor el cuerpo que he visto esta tarde, sería una imagen difícil de borrar de mi mente cada vez que me acordase de él.

—Amor. Dime que no es el mismo accidente que hemos vivido. Dímelo, —llega la voz de Sara a mis oídos desconectados. Ya casi estoy vestido, ella sólo lleva una toalla, su pelo está medio mojado. Me mira desde la puerta. Al verla ahí, asustada, mi visión comienza a emborronarse. Dos lágrimas resbalan por mis mejillas.

—No lo sé, cielo. Ojalá que no, —termino de vestirme—. ¿Vienes, o te quedas, o qué haces?

—Voy contigo, claro que sí. Necesitarás ánimo para este mal momento.

—Es que no me lo puedo creer. Hablé con él antes. Tenía que haberle llamado, habríamos quedado y nada de esto hubiera pasado. ¡No puede ser!

—Vamos, Máximo. No te castigues, no es tu culpa, por Dios. Ha pasado lo que tenía que pasar, era su destino, —sus ojos se bañan de lágrimas también al terminar de decir esa frase.

No contesto. Llevo mis manos a mi frente y las paseo hasta mi nuca, presionando de tal manera, que el pelo es escupido de debajo de las palmas de éstas. Me quedo mirando el suelo, con los ojos perdidos entre los retorcidos dibujos de la madera parquet. Sara anda recogiendo su ropa por toda la habitación, poniéndosela lo antes posible. Bajo al salón a esperar allí, observando mi pequeño mar, ese que evade todas mis penas cuando lo estudio, esta vez es diferente, miro los peces pero sólo veos bultos en movimiento, ni colores ni formas ni nada que se le parezca, sólo imágenes de Héctor, de momentos que hemos pasado juntos. De cuando llegó a mi casa con su primer patinete, de cuando estrenamos aquella consola de videojuegos, de nuestras tantas celebraciones de goles en el equipo del colegio, de la vez que me contó lo mucho que le costó besarse con Nuria por primera vez, la chica guapa de la clase de al lado, qué tonto, pensó que sería la madre de sus hijos, cosas de chiquillos. Mis ojos no pueden contener  el desbordante líquido salado que llega hasta la comisura de mis labios, dando fe de su salinidad. Héctor no va a volver ni esa cerveza que nos podíamos haber tomado hoy, para celebrar nada en absoluto, o quizá, celebrar nuestra mutua presencia. Los tacones de Sara distraen mis pensamientos. Aspiro un poco la nariz y seco las lágrimas con la manga de mi jersey. Los peces vuelven a tener colores y formas definidas.

Agarro todo lo que tengo que coger, Sara me sigue mirando en el interior de su bolso, por si se le olvida algo. Noto que saca su móvil y se pone a escribir en él. No le doy más importancia. Cojo las llaves de casa, las del coche y abro la puerta, ella sale primero. Paso doble cerradura a la puerta.

Llegamos al garaje, mi SLK rojo nos espera, impecable como siempre, tan deportivo. Pero hoy no lo cojo para irme a disfrutar de las curvas de una carretera de montaña, no. Voy a un tanatorio llamado Altamira, a velar a mi querido amigo, y ahora fallecido, Héctor.

Llegamos al lugar a eso de las 23:45. El camino ha sido silencioso, no hemos abierto la boca para decir ni una sola palabra. Se escuchaba la radio, no recuerdo ninguna de las canciones que han sonado. En mi cabeza sólo estaba él y la imagen de su cuerpo esparcido en pedazos por el tronco de la palmera. Aparco a pocos metros de la puerta, una puerta rodeada por un tumulto de gente, unas 15 o 20 personas. Al acercarnos, Paula sale corriendo hacia mí, llorando, saltando a mis brazos y gritando mi nombre y el de su hermano en voz alta, entre sollozos. Su madre, Concha, le sigue, más lentamente. Separo a Paula de mí y voy a abrazar a Concha, su cara está desencajada, sus ojos desdoblan un dolor, que parece tomar forma, un dolor palpable y nunca antes visto por estos ojos. Sara está tratando de consolar a Paula, frotando la mano en su espalda. Paula está encogida de hombros, con sus brazos cruzados sobre el pecho, mirando al suelo. Poco después aparece Ramón, su padre, de entre la gente. La mirada que cruzamos los dos es penetrante, de rabia, de apretar la mandíbula con tal fuerza, que los dientes tienen que soportar hasta casi partirse unos con otros. Me dirijo a él y el abrazo es a matar, como cuando te despides de alguien al que quieres demasiado, sabiendo que no le volverás a ver jamás, un abrazo que corta la respiración. Las manos de Ramón aprietan mi abrigo por detrás, oigo sus sollozos en mi oído derecho, cercanos, de hundimiento. Van acercándose otros familiares que conozco, sus primos, tíos y algún abuelo. Todos saben que soy su único y mejor amigo. Todos saben el dolor que padezco también, soy como uno más de la familia.

Cuando ya nos hemos compadecido lo suficiente, me cuentan lo sucedido, efectivamente, el accidente en el que hemos estado implicados, ha sido el que ha acabado con la vida de Héctor, esa imagen de su cuerpo, no puede moverse de mis recuerdos, la veo en todas partes, los trozos de Héctor me hablan, me dicen que podía haber evitado todo esto, que me estoy equivocando. —No hagas caso, no es tu culpa, estás delirando por la tremenda noticia que acabas de recibir, por haber visto el cadáver de tu amigo en tan dramáticas circunstancias. Necesitas descansar, que venga un nuevo día, —asalta mi voz interna—. Les explico a todos lo que hemos vivido Sara y yo. Sus caras lo dicen todo y no dicen nada mientras les describo lo sucedido. Las autoridades no habían sido tan precisas con la familia en los detalles del accidente, no estaban allí. Todo eran conjeturas y vacilaciones. Los sollozos de Paula rompen el silencio cada cierto tiempo, seguidos por los de Concha. El cadáver de Héctor no está para visitas y no lo estará, es mejor no verlo.

Después de tres horas haciendo compañía a la familia, me piden que me vaya a casa, que descanse. No quiero hacerlo, no me nace, quiero quedarme aquí, con Héctor, con toda su familia, pero considero la posibilidad pensando en Sara, ella no debería estar aquí, aun así, ha demostrado mucho saber estar y paciencia, aguantando tantas horas y tantos lamentos sin conocer a nadie, es una gran mujer, merece que volvamos a casa, a descansar, a no ser que se quiera ir ella. Se lo pregunto, me dice que no, que pasará el fin de semana conmigo, como habíamos quedado, en las buenas y en las malas. Añade que ella no conocía a Héctor, pero que en cierto modo ero como si lo hiciera, porque ya sabía de él antes del accidente, y luego murió delante de ella. Nos despedimos de la familia Ortiz y volvemos a casa…







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José Lorente.


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