domingo, 27 de abril de 2014

Perfume. Capítulo 42

Mis cavilaciones son dispares, confusas. Un ligero confort al ver mi casa recuperada del robo me ayuda a pensar, pero no es suficiente; pesa más el deseo de estrangular a Sandra, la información que me queda por descubrir de Sara y los mini Héctors que rondan por mi cabeza. De repente, siento un impulso de ir a la habitación a coger algo que guardo por seguridad en la mesilla de noche; una Glok 38, con cañón de nueve milímetros recortado. Nunca he tenido que sacarla de aquí, excepto para ir a las clases de tiro que inicié poco después de adquirirla en una feria de armamentística, a la que acudí acompañando a mi amigo Alfredo; un excomandante de artillería que conocí en una exposición de arte. Sí, los tipos duros también visitan ese tipo de eventos, sobre todo cuando su madre ha sido y es, una de las mejores escultoras de todo el país.


Pues bien, agarro el arma, todavía no entiendo el por qué y salgo de la casa en busca de alguien. Es el instinto, uno puede ser el tipo más pacífico del mundo y casualmente un día, sentir que podría asesinar a cualquier persona que trate de joderle la vida de tal forma, que se le quede grabado para siempre en la memoria. Y es lo que el instinto me lleva a querer hacer ahora si encontrara a la zorra de Sandra. Pero la razón puede con el ego, una vez más. Cambio mis planes tan pronto como aplasto mi culo en el asiento del Mercedes, <<estás loco, ¿dónde te crees que vas? A matar a Sandra, ¿eh? No te lo crees ni tú, cobarde, —resuena mi voz interna—, necesitas visitar a Joe, sí, eso te ayudará, él sabe muchas cosas, siempre ha sido así>>, culmino, en mis adentros.


La noche ya ha cubierto con su oscuro velo la ciudad, conduzco mi deportivo, girando las calles en un vaivén de sentimientos, de dudas y temores, de desgracias y traición, de locura e irritación. Mi alma no estará tranquila hasta que descubra todo el pastel y le dé su merecido a Sandra.


Veinte minutos más tarde, deambulo por las calles de Alboraya, un pueblo circundante de Valencia, al que le tengo especial aprecio por ser el lugar en donde vive mi tía Lourdes y porque también reside en él mi gran amigo, Joe. Es el tipo de sitio que te hace sentir como en casa, que te trae recuerdos de casi todas las épocas de tu vida y que está en el lugar perfecto para estar comunicado en todos los aspectos en que alguien puede estar.


Aparco el coche en la calle paralela a la de Joe y me dirijo hacia su casa; un estupendo adosado, situado en la zona más cercana a la playa. No me preguntéis por qué, pero Joe se las ha apañado para poder vivir así sin haber trabajado para nadie en su vida, sólo sé que a veces da clases particulares a clientes de dudosa existencia.


Me apeo en la puerta, en una de las ventanas se ve luz, eso me gusta porque he venido sin avisar y no tenía la certeza de que estuviese en casa. Presiono el botón que hace sonar unas pequeñas campanillas en el interior, poco después, la luz del video-portero se ilumina. Miro a la cámara con cara de lástima, como casi todas las veces que he venido aquí.


—¡Maxi! Qué alegría, coño. Pasa, —dice Joe, con voz distorsionada por el interfono.


Un sonido eléctrico me indica que ya puedo empujar la puerta de la valla. Antes de terminar de recorrer el pequeño camino que lleva a la entrada principal, la puerta de ésta se abre, dejando asomar la figura de Joe a contra luz de los focos de la entrada. Siempre ha sido bastante alto, tanto que casi roza la parte superior del marco de la puerta. Va en bata, el muy canalla no ha salido en todo el día. No conozco a nadie que sea capaz de pasar tantas horas sin salir de su casa. La última vez que vine aquí, me dijo que llevaba diez días sin salir y que estaba bien. Siempre dice: “Me da igual, hoy día es posible que te traigan a casa todo lo necesario para vivir y siempre tendré la playa para salir en bata”. Nunca he entendido del todo esa frase, pero bueno, Joe es un tipo excéntrico, nada usual, supongo que esa frase sólo la puede entender él en su totalidad. Muchas veces le he envidiado, la excentricidad es un rasgo que te permite vivir de un modo arriesgado, sin temores ni pasiones. Sin embargo, te mantiene vivo, metido en tu mundo, sin que te apetezca salir siquiera. Pero yo no soy así, soy más bien normal, el tipo de hombre que sigue el compás, que se mueve por tendencias, que se enamora de las cosas que ve y no de las que imagina. Esto me hace pensar, que un equilibrio entre esas dos formas de vida podría estar rozando la perfección de la existencia, pero con todas y con esas, tampoco soy así. Me pregunto si alguien lo será.


—Hombre, Maxi, qué alegría verte. Supongo que mis palabras por teléfono no fueron suficientes para que entendieras lo que te pasa. También supongo que has vuelto a ver esas cosas. ¿Me equivoco? —Dice Joe, estrechándome en un abrazo. Su pelo ondulado golpea mi ojo derecho, produciendo un pequeño escozor.


—Supones bien, —contesto, rascándome el ojo y a medio sonreír.


—Está bien, no te atormentes. Me temo que estás ante los síntomas claros de un don que ha venido para quedarse. Ahora entenderás qué se siente al poseer esa percepción.


—¿No se me va a ir?


—Pasa, anda. Te invitaré a un trago.


—Me vendrá bien, sí.


—Siempre viene bien un trago con los viejos colegas, hombre. ¿Cuánto tiempo hacía que no me visitabas?


—Menos del que hace que tú me visitaste a mí… —salta una carcajada de mí. Joe me mira serio desde la barra de la cocina, en donde prepara dos escoceses, para después echarse a reír también. No me gusta demasiado el whisky, pero siempre que vengo, me lo bebo como si fuese zumo de naranja recién exprimido en una mañana de resaca.


—Bastardo, cabrón. Siempre te las ingenias para que nadie se enfade contigo, ¿cómo lo haces?


—No lo sé, simplemente sale así, no premedito demasiado.


—Bien, bien, bien… Amigo… Maxi, —dice, acercándose con los vasos de escocés y sentándose a mi lado—. Cuéntame lo de esas visiones más al detalle, anda…


—Pues… estoy tan tranquilo, y de repente… —le cuento cómo ha ido evolucionando todo el proceso “hectoriano” y cuándo empezó exactamente.


—Bien… bueno… Todo indica que tienes algo. Además, las sensaciones que he percibido al verte no son cómo las de siempre. Algo ha cambiado en ti, y…


—¡¿Y qué, y qué?! —Interrumpo, ansioso de poder atar algún cabo.


—Y… me temo que ni yo sé ahora mismo qué es lo que te sucede, amigo… Pero no temas, bríndate un trago y olvídate de todo lo demás, —me dice, alzando su vaso. El sonido de los hielos tambaleantes resuena en mi cabeza, transformándose en una hilera de recuerdos que no parecen ser míos. Estoy viendo unas visiones muy claras de una especie de pasillo, como de un manicomio, o algo así. Hay puertas a cada lado, con pequeñas ventanas rectangulares en la parte superior. Asomo mi cara por una de ellas y veo a un mini Héctor allí, preso, triste. Luego miro en otra y veo al segundo mini clon, así hasta mirar en las siete puertas correspondientes y todos igual, pesarosos y cautivos. Pero hay una octava puerta, asomo en ella y Joe me da un sobresalto al estampar su cara en la pequeña ventanilla. Todo vuelve a la normalidad, pero la cara de Joe sigue ahí, bien cerca.


—¡Max, Max! ¡Vuelve, vuelve!


—Estoy aquí… Joe, estoy aquí. Otra de las visiones, esta vez diferente, tío. Esto me asusta, joder.


—Bueno, yo no suelo acojonarme por cualquier cosa, pero he de decir que tus ojos en blanco, y lo que te has puesto a hablar, no me ha gustado nada.


—¿Que me he puesto a hablar? ¿Qué cojones dices, Joe? ¿Es una de tus bromas?


—No, tío. Has dicho unas siete veces en tonos diferentes de voz: “sácame de aquí”, tío. Esas voces parecían de personas diferentes cada una.


—¿En serio?


—¿Tengo cara de estar bromeando?


—La verdad, no.


—Pues ya está.


Lo que me acaba de decir Joe es algo que me viene agonizantemente mal. No sé qué le ha pasado a mi cabeza o a mi vida desde que murió Héctor, lo único que sé, es que todo este asunto se está agravando cada vez más.





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José Lorente.

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