domingo, 13 de abril de 2014

Perfume. Capítulo 40

La mañana transcurre tranquila, en mi mente sólo hay cabida para especulaciones sobre el paradero de Sandra, que a estas horas, sigue sin aparecer. Son la una y media de la tarde, he terminado de trabajar por hoy, encasquetando un par de seguros a dos de las familias con las que me tenía que reunir, parece que al llevar tanto tiempo dedicándome a esto, no hace falta estar concentrado para poder llegar a vender algo.


Me dispongo a salir del hotel. Álex, el recepcionista, me despide con uno de sus comentarios auténticos, propios de él:


—Hasta mañana, hoy no ha venido tu compañera para alegrarnos la vista… A saber qué estará haciendo, —dice, riendo, dando a entender que es algo suelta en lo que a relaciones se refiere.


Me acerco al mostrador, siguiéndole el juego, como si me hiciese gracia la broma que acaba de soltar. Una vez allí, me planto delante, apoyo mis manos en el banco, delante de él y le digo sin parar de reír:


—Sí, seguro que está follándose a alguno por ahí, —su semblante cambia al oírme decir eso, ha captado la ironía, mi cara adopta entonces matices de seriedad, mi mirada traspasa sus ojos como un tigre de bengala atraviesa un aro en llamas—. Un comentario más y hago que tus tripas sean el almuerzo de los cerdos de mi tío del pueblo, ¿entendido? —Mi cara se torna sonriente de nuevo, la suya es un poema mal escrito; le doy una palmada en el hombro, me doy media vuelta y salgo del hotel.


El día es fresco pero soleado, no hace demasiado frío. Los coches pasan por delante como una procesión de vidas ajenas locas por llegar a su lugar de comodidad. <<Sandra, Sandra y Sandra>>, se escucha en mi cabeza una voz, que parece ser de otro y no mía. <<Saraaa>>, salta otro tono de voz distinto, alargando el nombre en un susurro inquietante. Agacho la cabeza, froto mis ojos dos veces y al abrirlos, ahí están, los mini Héctors, caminando a mi lado, como si fuesen mis hijos y les estuviese acompañando al colegio.


—Lo tiene Sandra… —dice uno de ellos, que resulta tener la misma voz que ha pronunciado el nombre de Sandra tres veces anteriormente.


—Sara… —susurra otro de ellos, mirándome y haciéndome un guiño.


—No sabéis nada, son las dos… —dice otro, con tono de voz parecido a cuando alguien inhala helio gaseoso.


—¡Está bien! —Me detengo—. Basta de jueguecitos, ¿qué demonios queréis? Decidme de una vez a qué estáis jugando, —les digo, algo confuso y excitado.


Los siete mini Héctors se detienen frente a mí, mirándome con cara de enfado, como hacía el mismo Héctor cuando algo no le gustaba de mí.


—Sabes muy bien lo que queremos, lo sabes mejor que nosotros, no te andes con tonterías, —dicen todos, al unísono.


—No, no lo sé. Y quiero saberlo, ya estáis largando todo lo que sabéis, —replico, algo nervioso.


—No sabemos nada, no sabemos nada… —se ponen a saltar y dar vueltas entre ellos, como haciendo un baile indio de una tribu del profundo Amazonas.


—¡Ya está bien! —Estallo.


Los mini Héctors se esfuman dando paso a la imagen de una señora con el carro de la compra que me mira extrañada, como si estuviese pensando que estoy loco, quizá tenga razón. Tal vez Joe no esté en lo cierto en que tengo alguna clase de don especial, quizá lo que me pasa tiene algo que ver con algún desbarajuste entre mis neuronas. La señora se estira y avanza, dando a entender que desaprueba mi costumbre de discutir con el aire.


—Perdón, —le digo, rascándome el cogote.


Continúo mi paso, pensando en Sandra, en Sara y cómo no, en Howart, ese desconocido, que tiene información valiosa sobre la mujer que lleva siendo dueña de mis pensamientos durante meses, y que ahora, significa un conjunto de dudas y temores que me tienen angustiado.


Saco el móvil y busco ese nombre, Howart. Doy al botón de llamada, el tono comienza a sonar al cabo de un par de segundos.


—Sí, ¿quién es? —Contesta.


—Hola, ¿Howart?


—Sí, soy yo, ¿con quién hablo?


—Soy Max, amigo de Héctor.


—¿Héctor? ¿Qué Héctor?


—Héctor Ortiz, el chico que…


—Ah… —interrumpe—. Sí, dime, ¿qué deseas?


—Me comentó su hermana, que tienes información del trabajo que te contrató antes de morir.


—Sí, algo tengo, pero es confidencial, ¿por qué lo dices?


—Esa chica es mi novia.


Un silencio incómodo se instala en la frecuencia telefónica, después de varios segundos de tensión, dice:


—Calle Doctor Marañón, número ocho, cuarta planta, puerta diecisiete. Mañana a las cinco de la tarde.


—Pero, ¿qué sabes? —El sonido del tono de llamada terminada me deja a medias, con un vacío y una incertidumbre que sólo los más valientes podrían soportar. Me quedo mirando el teléfono, indignado. No puedo volver a llamarle porque sé que no va a contestar, sólo puedo esperar que llegue mañana a esa hora para saber más. Ahora toca ir a casa de Sandra, para ver si está allí, pero antes debo comer algo, mi estómago ruge feroz mientras las cotorras verdes cantan en los árboles circundantes de la ciudad.


Llego a su portal, veinte minutos después, presiono el botón que indica su nombre; espero, pero nadie contesta. Llega una vecina, cargada con bolsas de la compra y un chihuahua enano de color beis, con ojos saltones y morro chato. Abre la puerta y aprovecho para colarme, poniendo como excusa que voy a visitar a Sandra.


—Ah, esa chica… —me dice mientras pasa y hace entrar al perrito.


—Sí, ¿la conoce?


—Claro que la conozco, su piso está justo encima del mío, —contesta, parándose y lanzando una mirada, que bien podría estar augurando un nuevo cambio de siglo, en el que este mundo se va a acabar—. Siempre está haciendo ruido, por no hablar de sus noches de lujuria. Especialmente los fines de semana, mis hijos no tienen por qué escuchar todo eso. —Mi mente se ríe, pero mi cara no lo expresa—. Aunque este fin de semana no he escuchado nada, algo muy raro, porque ya te digo, —continúa la molesta mujer—, esa chica es una guarra y todas las semanas arma un escándalo tremendo. Seguro que tú eres uno de sus múltiples “amiguitos”, ¿verdad?


—Bueno, señora, no creo que eso sea asunto suyo… ella está en su casa y tiene derecho a hacer en ella lo que le plazca.


—¡Pero tiene que respetar a los vecinos!


—Y usted necesita una casa en el campo, —contesto, ahora sí, riendo acanalladamente.


—Eres como ella, no hay duda, —refunfuña la mujer, alejándose hacia el ascensor. Me he parado, fingiendo que trasteo el móvil para no tener que coincidir con ella en el elevador y tener que escucharla decir más estupideces sobre mi amiga.


Cuando al fin logro llegar a la puerta de casa de Sandra, toco y no se escucha nada. Decido probar a forzar la cerradura, preocupado por la extraña desaparición de mi compañera y amiga.





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José Lorente.




2 comentarios:

  1. ¡Vaya lío como fuerces la puerta!
    Me ha encantado eso de "las tripas para los cerdos de mi tío...".
    No sé cómo va a acabar todo esto...
    Besos de Pecado.

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    Respuestas
    1. Sí, Max lleva una congestión mental que ni él mismo sabe lo que va a suceder, el amor a veces nos lleva por caminos de incertidumbre y falta de serenidad... Muchas gracias por leer y comentar. Besoss!! ;)

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