domingo, 27 de octubre de 2013

Perfume. Capítulo 15

Andamos hasta donde está aparcado el coche, el camino se hace ameno porque vamos todo el tiempo tonteando el uno con el otro. Noto el alcohol bastante afincado en mi cuerpo, pero es una borrachera alegre. A ella también se le nota bastante afectada, cuando está así, se desmelena demasiado.


Aunque, eso a mí hoy, puede que me beneficie.


Llegamos al coche, antes de montar le digo:


—¿Estás segura que estás bien para poder conducir?


—Sí, no te apures. No voy tan borracha.


—Pues yo sí que voy, y bastante, ¿por qué no cogemos un taxi?


—¡Que no! Te he dicho que voy bien, ¿acaso no te fías de mí?


Me quedo mirándola, pensando en la última vez que fui con ella así en su coche, no pasó nada, pero hubo un momento puntual en que subió medio coche por encima de una rotonda, <<¡qué demonios! Si tengo que morir hoy es porque es mi momento>>, pienso, abriendo la puerta del BMW.


Ella está arrancando, salimos y topamos con un camión de la basura que hace que nos detengamos. Estoy mirando atentamente cómo hacen su trabajo los de la basura cuando noto la mano de Sandra en la parte interior de mi muslo izquierdo, presionándome fuerte. Giro mi cara hacia ella, está riéndose, mirando al frente, sólo aprieta y frota, acercándose a mis partes íntimas.


—Pues para estar decidiendo todavía si vas a tener algo conmigo hoy, se te ve muy lanzada, ¿no? —Digo sonriendo, colocando mi mano sobre la suya y presionando un poco más. Entonces me mira y, ¡zas! Se lanza hacia mí, comienza a besarme el cuello, llega a mi oreja y utiliza su lengua para ocupar cada rincón de ésta; su mano aprieta un poco más mi muslo, sus dientes apresan mi oído con delicadeza y arrastra su lengua por mi cara hasta terminar dándome un gran beso en la comisura de los labios, al que respondo sin pensar.


—Hace rato que había decidido hacérmelo contigo hoy, creo que después de abrir la segunda botella de vino, —me dice, mirándome con deseo y moviendo la palanca de cambio del coche para salir.


—Ya lo sabía, muñeca. ¿Acaso crees que soy tonto, o qué? Sé perfectamente cuando una mujer me mira con deseo y cuando no. Aunque… bueno, realmente, uno nunca sabe si está en lo cierto, sois tan raras a veces, —replico, besando mi dedo índice y llevándolo hasta su boca al mismo tiempo que hago un sonido de silencio—. ¡Shh! No digas nada más, deja que el tiempo nos lleve por dónde quiera, vamos a disfrutar de este día que tenemos, lo que tenga que venir, vendrá. Sube la música y vamos al Night Jazz, leí anoche en Facebook, que hoy toca un músico muy bueno, te gustará.


—¡Oh! Me encanta el jazz, ese sitio es la hostia, tío. También sirven unas copas muy ricas. Escucha este tema, no tiene desperdicio, —contesta, dando volumen a la radio.


Suena una canción que conozco bien, La vie en rose, de Louis Armstrong. Siempre sonaba en los viajes que hacía con mi padre a cualquier sitio. Qué gran canción.


—Qué buen gusto musical tienes, amiga. La verdad, es un clásico de clásicos, de los buenos, sí.


—Pues claro. Conozco esta canción desde hace mucho, mi tía Roberta era fan de ese tío, siempre que iba a su casa, estaba escuchándolo con su copa de whisky en una mano y el cigarro en otra, mientras mi tío daba de comer a las gallinas. Qué tiempos aquellos. Ay, mi tía, no podía durar mucho con esa vida que se pegaba de viciosa.


—¿Murió?


—Sí. Hace cuatro años.


—Cáncer por fumar o algún problema de hígado por beber, ¿no?


—No, la atropelló un camión que se salió de la carretera y fue a parar al huerto donde se encontraba trabajando.


—Pues eso sí que es mala pata, ¿eh?


—Sí, bueno. Supongo que era su momento. A todos nos llega alguna vez. Mírala, bebiendo y fumando como una cosaca toda su vida, y va, y un buen día, recogiendo el trigo, se la lleva un camión de cerdos.


—Vaya, lo siento.


—La vida es así, querido. Mira, un sitio para aparcar. ¿Crees que cabe?


—Sí, creo que viene justo, pero entra, seguro. ¿Quieres que salga y te guie?


—No, da igual, me las arreglaré, gracias. Que porque seas hombre, no lo vas a hacer mejor que yo, ¿eh?


—Bueno, creo que discrepo levemente ante esa opinión, pero dejémoslo, ¡aparca de una vez!


Salimos del coche, entre unas cosas y otras son casi las seis de la tarde, las luces de la ciudad llevan encendidas un rato y la luz del día sólo se intuye en un pequeño resplandor azul oscuro, que asoma por encima de los edificios del oeste. Caminamos unos trescientos metros por las calles del centro hasta llegar al Night Jazz, ese local de temática musical jazz en directo, al que acudo muchas veces. La fachada es colorida y llamativa, con un cartel de luminosos fluorescentes intermitentes de color amarillo, que dan forma a una silueta de un músico de jazz tocando un saxo, del que sale el nombre del local con letra clásica. Cuesta un poco abrir las puertas por el acondicionamiento de insonorización que tiene el sitio, una vez se abren, te golpea esa música que te llena el alma, que te invita a pasar y tomar asiento acompañado de una buena copa, en uno de sus butacones de corte antiguo con tapizado color rojo de poli piel y estructura en acabados dorados.


Entramos, un camarero negro, vestido con traje blanco y con aspecto de músico, nos invita a quitarnos las americanas; se las entregamos y las cuelga en un perchero cercano a la puerta. Después, nos señala una mesa vacía cercana al escenario donde está tocando ese músico con los ojos cerrados y emocionado, viviendo la música que está creando. Sandra me coge por el lateral de mi cuello y pasea su mano hasta mi nuca, me planta un beso sensual en la mejilla y me dice:


—Eres el hombre perfecto. Ojalá pudiera tenerte para mí.


Me quedo mirándola sonriendo y contesto:


—¿Qué dices, tonta? Los dos sabemos que no funcionaría.


Nunca me ha dicho algo así, lo ha dejado caer con la convicción y sinceridad de una persona cuando está bajo los efectos del alcohol.


—Venga, cielo. Sabes que me deseas más que a ninguna, yo también a ti, conmigo serás feliz, ya verás, sólo deja que te lo demuestre, —agrega, mirándome fijamente con ojos de borracha.


Me pongo serio, está hablando sin bromear. De repente, la música del local parece haberse esfumado, sólo estoy yo y mi pensamiento más profundo. <<Se está declarando, me está diciendo cosas que nunca me ha dicho. La verdad, es una gran mujer pero, ya sé lo que quiere en su vida y eso no soy yo, no tengo lo que ella busca ni ella lo que busco yo, pero es que, está tan buena, ¿cómo puedes estar rechazando a una mujer así? Pensándolo bien, tiene muchas cosas positivas para ti, pero… no, no, no, ¡qué va!>>. —Otra de mis voces interiores irrumpe en la conversación soltando un nombre, nada más—, <<Sara>>, —dice—, <<Sara>>, otra vez. La música vuelve al instante, Sandra sigue hablándome cosas que ni siquiera escucho y mi cabeza sólo puede ordenar a mi mano que saque el móvil del bolsillo. Miro la pantalla y descubro que tengo siete mensajes de Sara.



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José Lorente.

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