A
veces te siento en la noche, despierto entre voces que dicen tu nombre e
imágenes que dibujan tu silueta. Busco en el lado de la cama en el que duermes
pero, ya no estás; hace meses que la cama es para mí solo. Intento conciliar el
sueño entre los recuerdos que me anegan de ti y todo lo demás que te rodea;
cuesta dormir, sobre todo cuando pienso que ya no estás, que ya no volverás,
que un día fuiste mía y te perdí sin darme cuenta. Esos pensamientos me
estrangulan, arañan mi ser; pienso que me has cambiado por otro, no lo sé, todo
indica que sí, que alguien que no soy yo, llena tu vida. Me levanto, voy a la
terraza, casi desnudo, enciendo un cigarro que sabe a poco y reflexiono,
observando la quietud de la ciudad en la noche. Vuelvo a la cama, pongo música
clásica, parece que he conseguido relajarme y no pensar en ti; consigo dormirme
de nuevo.
Despierto, todo lo que
tengo son ganas de llamarte, de escuchar tu voz, de saber de ti. Todavía te
siento mía, y eso, no lo puedes cambiar aunque quieras. Sin siquiera lavarme la
cara, agarro el teléfono y marco tu número, lo sé de memoria. El tono suena
demasiadas veces hasta que se corta. No lo coges, —cógelo, —pienso—. Insisto y
vuelvo a marcar. Esta vez no suena tantas veces porque tu voz interrumpe los