Diego tenía una canica,
una pequeña canica de color negro opaco. Ella destacaba del resto de canicas,
las demás eran comunes; transparentes y con ese toque de color retorcido en su
interior. Diego jugaba cada día con sus canicas, se decía a sí mismo que la
negra era la reina, la destructora, la que mandaba con las demás, y así,
agrupaba las transparentes y atacaba con la negra, porque para él, esa era
mucho más poderosa.
Un día, su tío llegó con un gran camión; cargado con
infinidad de piedras de “mentira”. Era para él, se lo había comprado en un
mercado ambulante. Su tío era codicioso, quería que su sobrino de 6 años
tuviese todo lo mejor. Al pequeño Diego le fascinó el camión en gran medida,
tanto fue así, que olvidó sus canicas en un cajón, sí, esas que tantas tardes
de diversión le habían brindado, a él y a sus amigos. Bastaba con hacer
pequeños hoyos en la arena del parque y jugar a meterlas todas dentro, siempre
atacadas por la negra, claro. El camión, grande, sofisticado y con gran
cantidad de detalles, eclipsaba todo el tiempo de juego del pequeño. Se pasó
casi dos meses jugando sin cesar con ese juguete de nueva generación, que le
había regalado su