miércoles, 18 de junio de 2014

El caracol valiente

Tras un trastero de estruendos translúcidos e intransigentes, vivía un caracol de cuernos prominentes.


    Su madre, que intuía ya la adolescencia sin incidencias del caracol, que a su corta edad ya era una eminencia, le decía que cuándo sería el día en que conocería a una hembra de hermosura y casta de Alejandría.


    Tiempo después en que el caracol, de romanticismo concurrente y ocurrente rezó todas las noches para que así fuera, apareció una hermosa dama, de belleza anclada en rama y cuernos que invitaban a poseerla en cama.


    —Oh, dulce dama, ¿quieres ser mi amada?


    —Claro, sereno caballero, pero para ello permiso a mi madre has de suplicar, no será fácil, pues es una madre aguerrida y terca, mas ese esfuerzo recompensado será.


    El caracol, que nada entendía de miedos, se aventuró hacia la casa de la hermosa dama. Allí, su madre esperaba, impaciente de conocer al valiente joven; cuernos alerta y preparada para la reyerta.


    —La madre de la muchacha de hermosura infinita has de ser, es por ello que te vengo a convencer, de que a tu hija me dejes querer.


    —Has de ser muy valiente para tratar convencerme, no por ello he de premiarte con ser tu suegra al verme. Habrás de entregarte con más esmero, pues si así lo haces siendo suegra te espero.


    —Entiendo, respetada madre. ¿Qué puedo hacer para ganar tu aprecio?


    —Has de salir de casa y demostrar que eres buen guerrero.


    El caracol, valiente como pocos, estiró su carnoso cuerpo hasta librarse de su concha.


    —Ya está, señora y futura suegra, ahora, ¿has de cederme el privilegio de amar a su hija como si mía fuera?


    —Pues claro, valiente caballero. Has demostrado ser un buen guerrero. Lo único que a mi hija poco le gustan las babosas, mas puede que algún día se vista de rosa.


    El caracol corrió a meterse en su casa de nuevo, esperando que así la dama cayera en sus encantos y pusiera sus huevos, pero nunca logró acceder de nuevo, quedando con forma fea y viviendo en el suelo.



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José Lorente.




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